La excelencia de Cicerón como abogado, como orador y como filósofo, creo que está fuera de toda duda. En cambio, su conducta como político presenta algunos aspectos que me parecen reprobables. Esta faceta del famoso orador romano es la que se nos muestra especialmente en su correspondencia epistolar con Bruto. Bruto fue, como se sabe, uno de los conjurados que asesinó a César, y al que éste dirigió aquel dolido reproche de “¡Tú también, hijo mío!” (Tu quoque, fili mi!) Una de las tres frases memorables que pronunció el mejor estratega de la Historia (las otras dos fueron alea iacta est (“la suerte está echada”) veni, vidi, vici (“llegué, vi, vencí”)
Cicerón odiaba a César por cuanto que éste acaparó el poder personal como dictador. Por eso se alegró del magnicidio, tal como se refleja en sus cartas a Bruto (23.4.4) y al amigo de ambos, Ático: nihil me delectat praeter Idus Martias (Ep. ad Att. 14.6.1.6) “nada me alegra más que las Idus de marzo”: el 15 de marzo del 44 a. C. fue la fecha del asesinato de César)
Comparando la actitud de Cicerón, en la guerra civil que siguió a la muerte de César, con la actitud de la derecha española durante la guerra civil del 36, vemos muchas afinidades entre la conducta que recomendaba Cicerón y la que adoptó el bando que resultaría vencedor de la guerra civil española: con el enemigo hay que ser intransigente en lo que respecta a perdonarles la vida.
En varios pasajes de las cartas a Bruto, el orador romano se opone a ejercer la clemencia para con los vencidos, tal como humanitariamente proponía aquél. La postura de Cicerón fue la que aplicaron los del bando franquista en la guerra civil española. El presuntamente republicano Cicerón era un acérrimo derechista, intransigente con la idea de perdonar la vida al enemigo. Por eso me cae mal Cicerón en este sentido y me inclino por el republicanismo de izquierda que representaba Bruto, partidario de ejercer la clemencia con el enemigo vencido. Cicerón mostró en repetidas ocasiones su desacuerdo con él, a través de la correspondencia epistolar que ambos mantenían. He aquí algunos pasajes donde se muestra ese desacuerdo:
“Veo −escribe Cicerón− que te complaces en la benevolencia y que consideras ésta como la mayor recompensa. Está muy bien, por cierto, pero en otras circunstancias, en otros momentos, suele y debe haber lugar a la clemencia. Pero ahora, Bruto, ¿de qué se trata? Los propósitos de unos hombres necesitados, y sin nada que perder, amenazan a los templos de los dioses inmortales y ninguna otra cosa está en juego, en esta guerra, sino el que sigamos vivos o no. ¿A quiénes les perdonamos la vida y qué es lo que hacemos? ¿Nos estamos preocupando por proteger a unos hombres que, en el caso de resultar vencedores, no dejarán de nosotros ni rastro?” (Ad Brut. 5.5.2)
En otro pasaje vuelve el orador a ocuparse del asunto en términos muy parecidos a los que acabamos de exponer: “escribes que sería preferible prohibir con más acritud las guerras civiles, antes que descargar nuestra ira con los vencidos. Discrepo de ti, Bruto, y no estoy de acuerdo con tu clemencia; pues si optamos por la clemencia, nunca faltarán las guerras civiles” (ibid. 8.2.4)
Esta idea de la inutilidad de la clemencia en casos de guerra civil es recurrente. Vuelve a reaparecer en otras misivas. He aquí otro ejemplo: “De tus cartas he sacado, con bastante frecuencia, la conclusión de que querrías que tu clemencia fuese objeto de elogio entre la gente a la que venciste. Creo que por lo regular actúas sabiamente, pero en lo que respecta a lo de pasar por alto el castigo que todo crimen requiere (esto es lo que se llama perdonar), aunque en las demás circunstancias sea cosa tolerable, en esta guerra lo considero pernicioso. No hubo nunca en nuestra república ninguna guerra civil de las que yo tengo memoria, en la que, fuese cual fuese la facción vencedora, subsistiese alguna forma de república tras esa victoria. Los que seamos vencedores en esta guerra* no sé qué clase de república tendremos. De lo que estoy seguro es que para los vencidos no habrá ninguna clase de república” (ibid. 23.10.11)
Ya el lector habrá podido adquirir el convencimiento de que los gestores y promotores de la guerra civil española del 36 fueron, a sabiendas o no, epígonos del abogado y político romano más célebre del siglo I a. de C. La victoria franquista convirtió la res publica (‘la cosa pública’) en 'cosa nostra', es decir, en la propiedad de la facción vencedora. El pueblo fue masacrado de forma inmisericorde, inclemente, contundente. Pues, según conjeturaba el ilustre tribuno romano, de haber resultado vencedores los otros, hubieran procedido igualmente, sin clemencias ni miramientos con los vencidos: “¿De qué puede quejarse aquél que, en caso de haber sido él el vencedor, necesariamente habría de reconocer que hubiera sido incluso mucho más cruel conmigo?” (ibid.)
El abogado de la res publica como la ‘cosa nostra’ manipulada por el Senado, conocía al dedillo cuáles eran las más rigorosas penas decretadas por las leyes de quienes manejaban el tinglado: penas que incluso contemplaban la muerte de los hijos de quienes atentaran contra los intereses de esa república hecha a la medida de una clase pudiente.
Cicerón le recuerda a Bruto que esta clase de castigos pudiera, incluso, alcanzar a los sobrinos de éste, hijos de su hermana, casada con Lépido. Y Bruto, preocupado por esta advertencia, escribe a Cicerón: “Te ruego y te suplico, Cicerón, que tengas en cuenta la amistad que nos une y que, dando pruebas de tu benevolencia hacia mí, olvides que los hijos de mi hermana son hijos de Lépido y te hagas la cuenta de que yo he asumido el papel de padre para con ellos” (Ad Brut. 21.1)
En resumen, Cicerón pierde muchos puntos en mi apreciación, con esa postura política que le define dentro de la línea del totalitarismo que, veinte siglos después, habría de inspirar el franquismo.
Como político Cicerón me resulta, francamente, vituperable.
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* ellos o nosotros