
El franquismo tomó impulso ascensional gracias a la Falange, de un lado y, del otro, a la Iglesia. La primera le proporcionó la doctrina política que sirvió, sobre todo, para paliar la absoluta inopia doctrinal de un régimen carente de ideología política, ciego y sordo a las aspiraciones de mejora social que motivaba a la clase proletaria; empeñado únicamente en mantener el “statu quo” en lo referente a una más equitativa distribución de los bienes de producción, lo que hubiera permitido el acceso de los menos favorecidos económicamente a los bienes superiores de la cultura y el espíritu.
La Falange, al menos sobre el papel, incluía algunas de estas preocupaciones en sus puntos programáticos (recuerdo, por ejemplo, aquello de "todos los que lo merezcan tendrán acceso incluso a los estudios superiores") La letra de estas y otras disposiciones por el estilo sonaba muy bien, pero en la práctica todo venía a quedar en buenos propósitos. El aspecto doctrinario de la Falange interesaba al régimen sólo de cara a la galería. De hecho, quienes en los primeros momentos del levantamiento militar se enrolaron en las filas de la Falange tenían como objetivo inmediato contribuir a eliminar al enemigo político. Ser falangista consistía, sobre todo, en pertenecer al cuerpo paramilitar que en la retaguardia se ocupaba de eliminar al adversario político, antes de que pudiera alcanzar las trincheras, o sea, todavía inerme e indefenso.
Ni el régimen ni el falangismo militante se tomaron verdaderamente en serio el corpus ideológico joseantoniano. Lo que sí se tomó en cuenta fue lo de "la dialéctica de los puños y las pistolas", que el fundador preconizara en un momento de arrebato oratorio. Pero aun así, se le interpretó torcidamente, ya que no cabe tal dialéctica frente a un adversario desarmado.
Personalmente, tras haber leído los escritos del fundador, me inclino a creer en la probidad intelectual de su pensamiento que, en la práctica, quedó descalificado por los hechos de sus presuntos correligionarios. A la Falange auténtica la desacreditaron, para los restos, aquellos facinerosos de primera hora. De ahí que haya resultado vano cualquier intento posterior de resucitar una presunta “falange auténtica”. Aparte del fundador, ha habido muy pocos falangistas auténticos. Los que de veras lo fueron, como Ridruejo, hubieron de apostatar de aquella falange espúrea, o aliviar sus remordimientos con “descargos de conciencia”, como el íntegro Laín Entralgo.
En cuanto a la otra “ala” del franquismo, casi es preferible no hablar. La redención social del proletariado que demandaban los nuevos tiempos topó con la incomprensión del estamento eclesiástico, propiciando el desencuentro con el pueblo. La situación empeoró debido al radicalismo de los más exaltados, imbuidos del principio marxista que considera la religión como “el opio del pueblo”. Los sabotajes contra instituciones religiosas que los más extremistas llevaron a cabo ante la ineficacia de un gobierno que no supo atajar estos desmanes, se cargarían en la cuenta de la causa popular, propugnada por un socialismo mayoritariamente moderado. Así, cuando sobrevino la rebelión militar, la izquierda en bloque, entre los que se encontraban no pocos creyentes, cayó bajo el anatema político y religioso, que en principio sólo alcanzaba al materialismo marxista. Todos quedaron marcados por el mismo denominador común denigratorio de “rojos”.
La rebelión militar se colgó los galones de la salvaguarda de la religión y surgió la consabida entente Iglesia-Estado. La sublevación militar contó con las simpatías y las bendiciones del estamento eclesiástico. El alzamiento se revistió de ‘cruzada” y en los muros de las iglesias se grabaron los nombres de los “caídos por Dios y por España”. La medida se aplicó a todos los pueblos de la geografía española, incluidos aquellos en los que no hubo ni un solo muerto de derechas y sí muchos de izquierda. Con lo cual éstos quedaron, de una parte, tildados de réprobos y, de la otra, de antiespañoles. A la muerte se añadió el oprobio.
Esa deuda histórica de la jerarquía eclesiástica con el pueblo español aún sigue pendiente, en nuestra opinión. La Iglesia, dispensadora de perdón, no ha considerado pertinente pedirlo en el presente caso.