
La democracia no puede adquirirse a costa de negar su propia esencia, incompatible, por principio, con la dictadura y, por ende, con el franquismo.
El actual encausamiento de éste, que ha puesto en marcha el juez Garzón, tropieza ahora con argumentos de tipo jurídico basados en anteriores concesiones al régimen, efectuadas bajo coacción de quienes tenían ‘la sartén por el mango’. Así, la Ley de Amnistía de 1977. Se puede pactar la
amnistía, pero la
amnesia no es pactable, o negociable. No se puede olvidar ‘por decreto’, por más que se pueda ‘perdonar por presión y en virtud de pacto’. La transición
transigió (¡qué remedio!) y tuvo su parte de cambalache. El franquismo consintió en resignar poder a cambio de
impunidad. Si los culpables de aquellos crímenes (sobre todo, los principales propulsores del Alzamiento) ya están bajo tierra y, en consecuencia, sus crímenes han prescrito, nadie va a pedir castigos y responsabilidades. Pero sí es exigible la
damnatio memoriae (‘histórica’, en este caso, como la principal personada en la acusación) pidiendo la explícita condena de aquellos crímenes que escaparon a la acción de la justicia, impotente para castigarlos en su momento, y que lograron, como última violencia, arrancar por la fuerza su propia impunidad.
Si los partidos políticos que arribaron a la democracia como herederos directos del franquismo hubieran abjurado expresamente de la dictadura, como algo incompatible con la democracia y hubiesen posibilitado ese acuerdo común de condena del propio franquismo, que es exigencia irrenunciable de la democracia, tal vez no hubiera habido lugar a este encausamiento, emprendido por Garzón. La solución al conflicto hubiera sido política. Fue una buena ocasión y una señal de esperanza la condena unánime de la dictadura en la fecha 20-N-02. Pero ya sabemos cómo, más tarde, el PP, desde la oposición, recogió velas y contradijo esta condena en el Parlamento europeo, en 2006. Lo hizo por delegación de su representante Jaime Mayor Oreja.
No hubo entonces solución por la
vía política y ahora se quiere entorpecer la emprendida por la
vía judicial, con argumentos judiciales como el de la
amnistía, en virtud de pactos alcanzados por extorsión: se resigna poder a cambio de impunidad y amnistía. Vale. ¿Pero también
amnesia? Esto es lo disparatado, no la acción del juez Garzón.
Si éste sentó en el banquillo a un dictador foráneo, como Pinochet, ¿por qué no había de sentar, aunque fuera sólo simbólicamente, en el banquillo de la historia, a Franco y sus conmilitones, reos todos de crímenes impunes? Sólo se pide la satisfacción moral que pueda proporcionar la
damnatio memoriae, la condena por parte de la ‘memoria histórica’.
No se trata de buscar culpables para meterlos en la cárcel. Se trata de que el salvoconducto de la i
mpunidad no nos quiera hacer tragar lo inadmisible: lo del Alzamiento como Cruzada, ese infundio de la jerarquía eclesiástica que tan buenos resultados dio a la propaganda franquista para cohonestar sus crímenes.
No. El Alzamiento fue un golpe de Estado. Una rebelión contra un gobierno legítimamente constituido. Un delito de alta traición. Y, sobre todo, un exterminio sistemático del opositor político.
El problema pendiente de nuestra democracia es que no se ha facilitado la necesaria, imprescindible,
catarsis a los vencidos y a sus descendientes y familiares. Ha faltado generosidad en este punto a los demócratas evolucionados del franquismo. Y sin esa catarsis la salud psíquica y política de los españoles será precaria. Y la convivencia, recelosa.
Hay que
vomitar todo el ricino doctrinario y político que nos hicieron tragar. Eso que Cicerón llamaba el
virus acerbitatis, el virus de
la amargura de la memoria.