
Desde luego, Aceuchal no constituye una excepción en el método represivo que la reacción fascista generalizó en todas aquellas zonas de la península sobre las que impuso su dominio con relativa facilidad y donde apenas halló resistencia. Situado en las cercanías de la ruta seguida por los Yagüe, los Castejón y demás golpistas, los destacamentos militares de los sublevados no tuvieron necesidad de personarse en estas zonas aledañas a su recorrido que, por lo demás, sabían suficientemente controladas por los paramilitares armados de la derecha, con los que mantendrían comunicación en todo momento.
Lo que allí ocurrió hace ahora 71 años fue, más o menos, lo que ocurrió en tantos y tantos pueblos de España por aquellos días. Se tergiversaron las verdaderas intenciones de la República, que aspiraba a implantar un sistema de gobierno más justo y solidario en lo social, y se hizo fracasar el proyecto, presentándolo como un plan para la desintegración de España, fomentado por un presunto enemigo exterior: el Comunismo de procedencia soviética.
Una parte del Ejército (institución pública a la que se suele confiar la misión de defender a la patria contra agresiones exteriores) se solidarizó con esta visión deforme de la realidad y decidió alzarse en armas contra la parte más débil, aunque más numerosa, que había expresado inequívocamente su voluntad a través de las urnas. Se demonizaron las reivindicaciones proletarias, identificándolas con el desorden, el ateísmo y la venta de la patria a potencias extranjeras. La Iglesia y el estamento religioso se consideraron las víctimas principales de ese presunto caos social que supuso la República, por lo que su causa se sumó a la causa que defendían los ricos, los otros perjudicados en sus intereses económicos. Dios y la Patria forman, a partir de ahí, una dualidad oportunista y artificiosa, en la que Dios representa los intereses de la Iglesia y, la Patria, los intereses de los ricos. Los jerarcas eclesiásticos bendicen el llamado Alzamiento Nacional como una Cruzada y exaltan la figura del Caudillo como hombre providencial y salvador de la Patria... Todo lo demás, ya se sabe.
El exterminio del elemento popular de la República (el Frente Popular) se justifica por la amenaza que supone para la conservación de esos pilares básicos que son la religión (Católica, por supuesto) y la Patria (patrimonio) En Extremadura, las izquierdas resignaron de inmediato el poder local (¿con qué medios lo iban a defender?) y las derechas asumieron ese mando. A medida que avanzaban las tropas rebeldes por la Vía de la Plata, esta presencia militar, o su mera proximidad, justificaba las actuaciones ilegales de la derecha, en el sentido de prender, encarcelar y asesinar a quienes se hubieran señalado como afectos a la República. La estrategia militar, en coordinación con las organizaciones paramilitares de “los suyos”, confió la retaguardia a esos paramilitares, quienes procuraron deshacerse cómodamente del enemigo; aunque, eso sí, cuidando muy mucho de contabilizar esas ejecuciones en el capítulo de los “hechos de guerra”.Este esquema es repetitivo y, desde luego, no es privativo de Aceuchal. Era lo que ocurría en la mayor parte de las poblaciones rurales de España.
De modo que, hasta ahí, todo normal. La culpa fue de la guerra. Ya se sabe, la guerra es una situación excepcional, anómala, mala, en la que ocurren cosas horribles, muertes de seres inocentes, sobre todo. A veces, un mal necesario para que se restablezca el bien. Por más que, ya nos enseñaban los curas en el Seminario que
non sunt facienda mala ut eveniant bona (no hay que hacer el mal para obtener como resultado el bien) Pero esto es una regla y, como se sabe, todas las reglas tienen su excepción. Hay guerras “santas” y una de ellas, por lo visto, fue la guerra civil española. El estamento eclesiástico la santificó llamándola “Cruzada”. Había dos cosas que eran sagradas y que había que defender a toda costa: la religión (católica, por supuesto) y la propiedad privada. Ambas estaban en peligro. Razones más que suficientes para justificar una guerra.
Las poblaciones extremeñas quedaron a merced de los elementos de la derecha, autorizada por el mando rebelde, del que recibían licencia para matar. Licencia que, en ocasiones, podría venir investida de mandato, de orden inapelable, según los informes que del presunto culpable diesen los enlaces locales.
Lo de las cruces de los caídos (“por Dios y por España”) fue el
Leitmotiv de la propaganda del régimen, empeñado, desde luego, en cohonestar el delito de rebeldía y de alta traición, que fue el Alzamiento, justificándolo como una acción protectora de la Iglesia y conservadora de los valores patrios. El sofisma era que
todos los caídos del franquismo habían caído “por Dios y por España”, tanto los religiosos como los civiles. Y esos caídos se habían dado en todas las poblaciones españolas y, por tanto, en todas había que levantar un monumento, la Cruz de los Caídos, y relacionar nominalmente los nombres de esas presuntas víctimas en los muros de las iglesias.
El aparato de la propaganda franquista pretendía demostrar que ellos, los afectos a la causa noble, habían recibido
un daño proporcional al que habían causado con sus represiones, con el mérito añadido de que sus muertos lo habían sido por patriotismo y religiosidad y, los del bando contrario, por traición. Eran los muertos “sin honor y sin recuerdo”, de los que hablaba Foxá, refiriéndose a los
paseados que cayeron en Madrid a manos de los facinerosos de las Brigadas del Amanecer. Pero muertos “sin honor y sin recuerdo” hubo desproporcionadamente muchos más del lado contrario. Sin honor y sin recuerdo (al menos, oficial) durante cuarenta años o más.
No, Aceuchal no es una excepción. Fue una víctima más, en el corazón de la Tierra de Barros, entre aquellos que soñaron con unas mejores condiciones de vida para ellos y sus conciudadanos.