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) Desde el campo de la moda hubo quien, hace años, trató de reivindicar la vejez a través de su faceta convencionalmente menos promocionable: la faceta estética. Y fue entonces cuando se puso en circulación ese eslogan que, contra la opinión general, considera que
la arruga es bella. Afirmación desmentida, a cada paso, por el empeño que todo el mundo pone en disimular, por todos los medios que la cosmética pone a nuestro alcance, esa inequívoca señal del envejecimiento que es la arruga, tan pronto como aparece en nuestra piel. El horror hacia la arruga no es, desde luego, privativo del sexo femenino; por más que sí puede decirse que ha sido la mujer quien ha puesto, desde siempre, el mayor empeño en combatir más resueltamente esa contrariedad que denuncia en el rostro el paso del tiempo. Para el ser humano que cifraba el éxito o el fracaso de su vida en agradar al varón, esa señal precursora de la vejez debía alcanzar proporciones de tragedia. De ahí la importancia que la cosmética tuvo siempre, desde antiguo, en el mundo femenino. Por supuesto, también hubo varones coquetos en la antigüedad. Pero constituían la excepción frente a la regla, que suponía a la mujer la interesada, por antonomasia, en el cuidado y acicalamiento de su persona. Ovidio se refiere exclusivamente a las mujeres cuando compone su breve formulario de consejos cosméticos
Medicamina faciei femineae (“Cuidados del rostro femenino”) obra que probablemente el autor dejó inconclusa, o bien concibió como de una extensión mayor de la que en la actualidad conocemos (100 versos solamente) Habla ya Ovidio, en este texto, de las arrugas que con la edad pueden aparecer en el rostro femenino y, en plan moralista, comienza peraltando la belleza moral sobre la belleza física, ya que ésta termina, indefectiblemente, arruinándose con la edad:
Certus amor morum est: formam populabitur aetas (v. 45)
( lo seguro es enamorarse de las cualidades morales: la belleza física la arruinará el tiempo)
Con respecto a las arrugas y las manchas del rostro ofrece ya algunos remedios específicos, aportando algunas curiosas recetas cuyos ingredientes especifica detalladamente (vv. 51-66)
De la eficacia de estas recetas no duda en afirmar que la mujer que las utilice tendrá la piel de su rostro “más tersa que la superficie de su propio espejo”:
Quaecumque afficiet tali medicamine vultum
fulgebit speculo levior ipsa suo (vv. 67-68)
No encontramos, sin embargo, en el breve tratado de cosmética ovidiano, mención alguna de otros remedios empleados en la corrección de las arrugas.
Así, por ejemplo, el que se refiere a la famosa “baba de caracol”, que últimamente hemos visto promocionar mediante la publicidad televisiva. Parece que ya se usaba en la antigüedad como regenerador dermatológico y en este sentido ya lo cita Plinio el Viejo en su
Historia Natural (30. 136) Este mismo autor hace referencia a otro de los más nombrados entre los productos antiarrugas que se empleaban en la antigüedad. Se trata de la famosa leche de burra, uno de los cosméticos más acreditados de la época antigua, especialmente por la publicidad que le hicieron algunas de las más célebres bellezas de aquel tiempo, como Cleopatra y Popea. Ya el autor citado anteriormente se refiere en la misma obra (28.183.3-5) a la esposa de Nerón y a su
toilette favorita para mantener la piel tersa y bien hidratada: los famosos baños en leche de burra, lo que suponía el mantenimiento de un considerable número de estos animales, a fin de asegurar el suministro del cosmético. Pues, como dice Plinio, “era creencia común que la piel del rostro perdía sus arrugas y se rejuvenecía en su blancura con la leche de burra” (
Cutem in facie erugari et tenerescere candore lacte asinino putant…) Tenemos, pues, rescatados, gracias al testimonio de Plinio, dos de los más famosos cosméticos de la antigüedad en el tratamiento de las arrugas: el “lacte asinino” y la “coclearum saliva”, o sea, la leche de burra y la baba de caracol. Junto a estos remedios de la farmacopea primitiva existirían, probablemente, los remedios quirúrgicos, más o menos rudimentarios, para el restiramiento y “planchado” de la piel, lo que hoy se conoce en la cirugía estética con el nombre de
lifting. Desde luego, la cirugía estética estaba bastante más adelantada de lo que pudiera creerse en nuestra época, particularmente en lo que se refiere a la odontología. Sabemos por algunos autores latinos, como Marcial, que ya se implantaban dentaduras completas en aquella época. Así, la razón por la que Thais tenía dientes negruzcos, mientras que Lecania los tenía blancos, era que los de aquélla eran suyos naturales y los de ésta última eran comprados (Ep.5.43) En fin, el mantenimiento de la belleza, tanto en el hombre como en la mujer, exigía cuidados costosos y, a veces, sacrificios y molestias. Y, ocasionalmente, alguna que otra práctica repelente. Así el célebre Egnacio, ridiculizado por Catulo, poseía una blanca dentadura y, para lucirla, sonreía, sin venir a cuento, a todas horas. Catulo recuerda que el tal Egnacio es español (“Celtiber”, dice) y que en Celtiberia existe la costumbre de restregarse los dientes y las encías con la orina que cada cual expele cada mañana. De modo que “mientras más lustrados reluzcan tus dientes, es señal de que más los has bañado en orina”.