miércoles, agosto 29, 2007

Los dos planos

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He resuelto suprimir la segunda parte del escrito precedente, por improcedente. La autocrítica ha operado en forma de censura. Pues es el caso que me estaba sintiendo incómodo conmigo mismo, por el cariz irreverente, propio de ciertos monólogos cómicos de última hora, que había tomado mi meditación anterior.
El suceso que nos narra el evangelista Lucas (2.42-52) es susceptible de ser considerado en el doble plano de lo natural y lo sobrenatural o, si se prefiere, de lo humano y lo sobrehumano. La conducta del niño-Dios, Jesucristo, con sus padres naturales, vista desde el primero de estos planos nos parece desconsiderada, reprobable, y hasta merecedora de un severo correctivo por parte de los responsables de la protección y custodia del niño. La conducta de éste, por más que esté justificada desde el plano sobrenatural, resulta inaceptable mirada de tejas abajo. ¿Era necesario haberles dado ese disgusto mayúsculo a los pobres padres naturales?
Sin embargo, la reconvención de María, la madre, la humilde mesura con que expresa su sufrimiento en nombre de ella misma y del esposo, no puede ser más moderada y exenta de acritud:
– Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Tu padre y yo, afligidos, te hemos estado buscando.
Dolor paternal y reproche, manifestados con admirable mansedumbre y comedimiento.
La respuesta del niño-Dios, desde el plano de lo natural nos parece, a fuer de sobrehumana, poco humana:
– ¿Qué es eso de que me estabais buscando? ¿No sabíais que es conveniente que yo me ocupe de las cosas de mi Padre?
¿Deberían saberlo? Desde luego, María y José estaban en antecedentes de que tenían a su cargo a un ser extraordinario. Sólo tenían que recordar cómo habían sido informados, en su día, por los emisarios divinos: María, avisada por Gabriel, y José, prevenido por un sueño revelador, cuando se disponía a abandonar a María, luego que advirtiera su preñez, sabiendo que no la había causado él.
No había más remedio que resignarse. Por más que tener a todo un Dios en la familia no es algo a lo que uno pueda acostumbrarse así como así. De modo que tuvieron que pechar con su disgusto por el extravío del hijo en Jerusalén.
El evangelio nos dice, escuetamente, que María “guardaba todas estas cosas en su corazón”. Es decir, sufría y callaba. Es de suponer que el esposo compartía con ella el sufrimiento y el silencio.

Y no hay que comparar a Jehová con Zeus, ni a María con Alcumena y, por ende, a José con Anfitrión. Aunque, a riesgo de resultar irreverentes, nos haya tentado el paralelismo.




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*Jesús entre los doctores, cuadro de Giotto.

lunes, agosto 27, 2007

Jesús se pierde en Jerusalén, II (modificado por autocensura)

Después de este episodio, he vuelto a reflexionar un par de veces sobre el suceso. La imagen que debí dar a los empleados de la farmacia debió ser épica: la del pavor personificado. Luego he tenido ocasión de ver, sucesivamente, el lado cómico y el lado serio de la situación. Me vi en el pellejo del pobre Pepe Isbert, el desaparecido y provecto actor, gritando afónico y atribulado aquello de:
-¡Chencho, Chencho!
Y es que, según se mire, la situación es de aquellas en que “lo cómico y lo grave, confundidos, / risas y llanto arrancan”, como dijera Bécquer. Lo emotivo del caso me fue sugerido, precisamente, por el episodio de la pérdida de la que nos habla el evangelio de Lucas, concretamente, por las palabras que éste pone en boca de María (2.48)
– Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, afligidos, te hemos estado buscando.
Y esta queja, conmovedora, adquiría para mí su más exacto y doliente sentido, próximo al enternecimiento.
Porque yo puedo ponerme en el caso de los padres, pero apenas logro entender la respuesta del Niño, consciente de su propia condición sobrenatural:
– ¿Y cómo es que me buscabais? ¿Acaso no sabíais que conviene que yo me ocupe de las cosas de mi Padre?


Esta respuesta, a fuer de divina, resulta un tanto inhumana.




Los padres deberían saber, en efecto, que estaban ante un ser extraordinario. Estaban en los antecedentes de que eran custodios de una criatura singular. La madre, María, podía tener presente las circunstancias de su concepción, los sucesos sobrenaturales que la acompañaron. El padre, José, había sido advertido en sueños del carácter sobrenatural del embarazo de su esposa. Y, sin embargo, ellos se comportaban, persistían en comportarse, como unos padres normales, con su instinto de protección hacia el amado hijo.




La madre le reconvenía, dolorida por aquella angustia que les había hecho pasar. Y el hijo, a su vez, les argumentaba con las obligaciones contraídas con su Padre celestial. Los pobres padres de carne y hueso debieron callar, resignados, ante el prodigio con el que tenían que convivir.




El evangelista Lucas nos dice solamente que “la madre guardaba todas estas palabras en su corazón” (2.51) Nada dice del sufridísimo José. Imaginen la zozobra de ambos cónyuges, después de tres días de búsqueda por todas las calles y plazas de Jerusalén, y de haber desandado el camino, por ver si el chico había emprendido el regreso en solitario, tras haberse despistado de sus padres. Vueltos a la ciudad, lo encontraron, por fin, en el templo, disertando entre los doctores de la ley, acerca de la interpretación de las Sagradas Escrituras. Todo un debut, el espectáculo sorprendente que ofrecía un niño prodigio. El mismo que había hecho pasar a sus padres tres largos días de angustias y desvelos.

Jesús se pierde en Jerusalén, I

Si yo hubiera alcanzado la condición de clérigo, a la que estuve vocado en una etapa de mi vida, sería una cosa habitual en mí, como suele ser algo consuetudinario de los clérigos en general, la glosa de los episodios bíblicos del Nuevo Testamento, concretamente de los Evangelios. Como sabemos, la glosa de estos episodios constituye el tema habitual de la mayoría de los sermones y homilías. Si yo hoy traigo aquí a colación uno de esos episodios, es por haberme sentido por unos momentos en la piel de los padres de Jesús, cuando este, siendo un niño de doce años, se extravió en Jerusalén durante los días tumultuosos de la Pascua judía.
El caso es que, por unos instantes, yo perdí el otro día a mi nietecito (dos años y medio de edad) Le gusta mucho meterse en la casita de juguete que hay en la farmacia próxima, en cambio, rehúsa, por lo común, introducirse en el ‘gusanito’, el otro juguete que hay en el establecimiento. El ‘gusanito’ abre su boca y extiende su roja lengua, a guisa de alfombra, para que por ella penetren los críos, a gatas, saliendo por el extremo opuesto que corresponde a la cola. Lo dejé un momento en la casita, mientras me acerqué al mostrador a pedir una caja de ‘juanolas’. Me sirvieron el pedido en un par de minutos, a más tardar, durante los cuales yo miré un par de veces hacia la casita, para cerciorarme de que el barbián de mi nieto estaba allí, disfrutando con abrir y cerrar las ventanas del diminuto habitáculo, tan adecuado a su estatura que, entrar en él, resulta un privilegio reservado a personas menores de cuatro o cinco años. Realizada mi compra, me volví hacia el minúsculo edificio a recoger al niño. Pero –sorpresa mayúscula– el edificio estaba vacío, como jaula de la que acaba de escapar el pájaro. Comencé a llamar, algo asustado, “¡Álvaro, Álvaro!”. Pero al niño parecía habérselo tragado la tierra. Lo que puede pasar en esos instantes por la imaginación “calenturienta” (recuerdo haber sido tachado de esto en alguna ocasión) de un abuelo novato hace que se disparen todas las alarmas. Acuden a la memoria los recientes sucesos del Algarve y de las Canarias, y las extraordinarias medidas sugeridas por Sarkozy, amenazando con la castración química a los secuestradores…todo el desquiciado y brutal desbarajuste de la actualidad cruza, cercano y amenazador, por nuestra imaginación. Y la alarma crece en proporciones inimaginables. Grité, desencajado: “¡Álvaro, Álvaro!”. Llamando la atención de los y de las empleadas del establecimiento. Una de éstas, por fin, me sacó de mi angustia:
El niño (el “joío” niño) estaba escondido en el ‘gusanito’.



miércoles, agosto 15, 2007

ELOÍSA






Traigo a colación a esta página los rasgos de un rostro familiar, una persona que me es querida, entre otras razones porque, sucesivamente, ocupamos el mismo claustro materno. Somos hijos de la misma madre y, con toda certeza (sin necesidad de recurrir a pruebas del ADN) del mismo padre. Padre al que ella no tuvo oportunidad de conocer, por encontrarse aún en el mismo seno materno en el que yo había estado años atrás. Nuestra madre estaba en el 4º mes de gestación cuando la 'gloriosa Cruzada', en la primera etapa de su benemérita campaña, exterminó a cuantos habían sido afectos a la República, aunque se hubieran casado por la Iglesia y hubieran llevado a bautizar a sus hijos. Compartimos una infancia de privaciones, aunque sin llegar a la suma indigencia, gracias al trabajo de nuestra madre. La Providencia rodeó las cosas para que, tanto mi hermana como yo, pudiéramos realizar estudios de Magisterio, gracias a la ayuda de maestras generosas a las que siempre recordaremos con gratitud y cariño. En mi caso, fue una equivocación, también providencial, la que me llevó al Seminario pacense, para estudiar la carrera de cura, que abandoné al concluir el 2º curso de Filosofía. Por libre (y gracias a la generosa y desinteresada ayuda de amigos como Ildefonso Durán, que me enseñó las Matemáticas precisas para superar las pruebas) acabé la carrera de Magisterio y obtuve plaza en 1960. Antes tuve que hacer el cursillo obligatorio del Frente de Juventudes, en un campamento especial para tales usos. Y prometer fidelidad al régimen que nos había dejado huérfanos. Luego, también por libre, obtuve la licenciatura en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense.
Pero, en fin, es de mi hermana de quien quiero hablar aquí, no de mí. Eloísa obtuvo plaza de maestra a mediados de los años 60. Ya está, como se puede suponer, ‘disfrutando’ de su jubilación, como su hermano. Tiene una hija, periodista, de nombre Eloísa, como ella. María Eloísa, para ser más exactos. Eloísa, madre, ha heredado algo de las habilidades de mamá Virginia. En la costura y en las labores relacionadas con la aguja.
Te quiero, hermana.

domingo, agosto 12, 2007

Transición: Democracia en rodaje

Igual que cuando se adquiere un vehículo nuevo hay que adoptar ciertas medidas de prudencia para su adecuado uso, por ejemplo, no sobrepasar cierto límite de velocidad, los españoles hubimos de adoptar precauciones similares al estrenar el nuevo vehículo de la democracia. El conjunto de medidas adoptadas, en vistas al buen funcionamiento de este vehículo, incluido el tiempo que duró su aplicación, es lo que hemos dado en llamar transición, que podemos definir, de acuerdo con el símil propuesto, como la democracia en rodaje.
El pueblo español fue de lo más sensato a la hora de tomar precauciones en este sentido. Y el vehículo funcionó a satisfacción, en tanto que no se forzó demasiado. Hasta el punto de que este período de rodaje se ha podido considerar modélico en su género, a juicio de propios y extraños. Sólo que conviene tener presente que ‘transición’ y ‘rodaje’ son términos connotativos de provisionalidad. Ambos tienen un plazo de caducidad. Han de durar un tiempo razonable, pasado el cual se tornan inoperantes. Ni el rodaje ni la transición se pueden prolongar más allá de ciertos límites.
Suele manifestarse, en los últimos tiempos, una especie de nostalgia de la transición, especialmente por parte de la clase política más conservadora. Parece añorarse aquella época de avenencia política, en la que la derecha y la izquierda se anulaban a sí mismas para identificarse ambas en el centro. ¡Ah, si el espíritu de la transición perdurase, aquél que nos llevó a consensuar un código de normas aceptables por tirios y troyanos, como fue la Constitución de 1978!
Pero la armonía de los contrarios que representaba el centro no pudo prolongarse indefinidamente. El bandazo del 23-F, ya que no tuvo peores consecuencias, sirvió, al menos, para cargarse el invento del centro. Tuvo un efecto ‘centrífugo’, así como antes el común apetito por la democracia había producido una fuerza ‘centrípeta’, de cohesión. Ahora, ante la bravata derechoide, la reacción había operado el efecto contrario. Previsoramente, se desplazó la carga hacia babor.
La izquierda (el espíritu superviviente de la República) siguió aplazando, pacientemente, ciertas reivindicaciones, posponiéndolas, bien que sin renunciar nunca a ellas; sobre todo porque nunca creyó que tales reivindicaciones estuviesen animadas por el espíritu de revancha, sino basadas en la legítima aspiración de reparar la anulación política que había padecido durante la dictadura. De este modo, el plazo de la transición se alargó hasta el punto de casi alcanzar la duración de la propia dictadura.
Ahora que, por fin, se plantean esas reivindicaciones con carácter inaplazable (tras haber renunciado a otras más graves, como, por ejemplo, se hizo en Alemania con los juicios de Nuremberg) hay todavía quienes protestan y hablan de “reabrir heridas”. Pero ¿es que habían cicatrizado alguna vez las del bando perdedor?
La derecha española ha adolecido siempre, salvo en contadísimas excepciones, de falta de generosidad con los perdedores de la guerra civil. ¿Tuvieron éstos, acaso, la oportunidad de honrar a sus muertos o de rescatar sus cadáveres en la etapa de la dictadura? Sin embargo, los “caídos por Dios y por España” tuvieron anualmente, a fecha fija, un Día del Dolor, para celebrar las honras fúnebres de los suyos: la fecha del 20 de noviembre. Y un 20 de noviembre – curiosa coincidencia – murió también el dictador. Como si la Providencia hubiera querido, compensatoriamente, trocar la fecha, dolorosa para algunos, en jubilosa para otros.
¿No habían de tener derecho, en la democracia, los caídos “sin honor y sin recuerdo”, a ser sepultados honrosamente, en el caso de haber podido localizarse sus restos?
Quienes nos ‘refregaron’ hasta la saciedad la memoria de sus caídos por una doble (y, por descontado, noble) causa, Dios y España, para justificar sus propias crueldades, ¿se molestan ahora porque, a destiempo, (no pudimos hacerlo antes) reivindiquemos la Memoria Histórica?
Esta reivindicación es de justicia. Y es de justicia que, a la luz de los principios democráticos, condenemos una y mil veces la dictadura, su presunta legitimidad política y, sobre todo, su santificación bajo el nombre de Cruzada.
Toda la parafernalia, en fin, que desplegó el Régimen en detrimento de los derechos del pueblo español.

sábado, agosto 11, 2007

DEMOCRACIA Y TRANSICIÓN

Cuando en política hablamos de transición nos referimos a un proceso que viene marcado por dos puntos de referencia, el de partida, que coincide, en este caso, con el fin de la dictadura, y el de llegada, que es la democracia propiamente dicha. Si admitimos que salir de la dictadura significa entrar, “ipso facto”, en la democracia, habrá que reconocer que esta entrada en la democracia requiere de un cierto periodo de adaptación a la nueva situación, al nuevo terreno que pisamos. Los españoles, entumecidos por un largo periodo de inactividad política, procuramos pisar con cautela en el nuevo terreno. A este periodo de adaptación a la nueva situación es al que puede aplicarse con propiedad el nombre de transición.
La nave del Estado (permítaseme la manida metáfora) varada durante casi cuatro décadas en la dictadura, volvía a ser reflotada. Y los pasajeros embarcados en ella, supervivientes de la guerra civil, o descendientes de ellos, guardaban la memoria de ese naufragio. La lección que traía aprendida la tripulación más avezada era procurar no escorar, bajo ningún concepto, el barco, ni a babor ni a estribor. De modo que el lugar político más recomendable para mantener el barco a flote era... el Centro político. La huera consigna de la España Una sólo estuvo a punto de realizarse gracias a esa palabra mágica: el Centro. Y esa fue la opción política por la que se decantó la mayoría de los españoles. Con ella parecía superada, por fin, la vieja dicotomía que había enfrentado secularmente a nuestros compatriotas: izquierda/derecha. Los españoles verdaderamente patriotas no éramos de izquierda ni de derecha: éramos... del centro. ¿Cómo no lo habíamos visto antes, con lo sencillo que era?
Sólo que duró poco el espejismo político. La fecha del 23-F alertó a los españoles de que el golpismo tardofranquista constituía una amenaza cierta. Y ese súbito bandazo del barco por estribor dio al traste con el feliz invento del centro: muchos españoles desde entonces se decidieron a ocupar, resueltamente, la banda de babor. El mito del centro político acabó por desinflarse y sus líderes, sin apoyo popular, acabaron reintegrándose a sus respectivas posiciones, en la derecha o en la izquierda. Volvimos a la vieja y, al parecer, inevitable dicotomía.
Por supuesto, el triunfo de la izquierda (el PSOE) fue, en cierta medida, una consecuencia del fallido golpe de Tejero y sus conmilitones. Y vinieron varias legislaturas con el PSOE en el poder. Hasta que la corrupción por un lado y el “affaire” de los GAL, por otro, propiciaron que en la siguiente ocasión el pueblo retirase su confianza al PSOE y la depositase preventivamente en el PP. Dos legislaturas más y, otra vez, la confianza de los españoles tuvo que cambiar de signo. Ahora fue el presidente Aznar el que nos metió en líos, compadreando en las Azores con Bush y Blair. Y la gota que colmó el vaso fue el desastre provocado por el terrorismo islámico, tercamente atribuido por los responsables del gobierno a un nuevo golpe de ETA. Y, seguidamente, el descalabro electoral del PP y la obstinada atribución de este fracaso a una tramposa maniobra de la izquierda. Ya entramos de lleno en la peligrosa dialéctica de las suspicacias hacia el rival político, aun con todas las pruebas en contra. Tenía que ser ETA y, si intervino el integrismo islamista, fue seguramente con la complicidad de ETA. Y, con la culpabilidad de ETA, se trataba de implicar al gobierno que, supuestamente, pretendía pactar con ella una paz afrentosa , a cambio de pagar un presunto precio político. Bulo desmentido por unos hechos irrebatibles: las numerosas capturas de terroristas etarras que ha habido en lo que va de legislatura.


La Transición ha tocado fondo. Ahora navegamos en plena Democracia, aunque con el viento en contra de la oposición. Porque no es esta una oposición de equilibrio y contrapeso, sino de encrespamiento y oleaje. Se encrespan los ánimos, espoleados por actitudes que tienden a la disolución del estado de derecho. Hay una beligerancia partidista que infecta y degrada la libertad de prensa, el periodismo oral o escrito. La jerarquía eclesiástica, invocando la objeción de conciencia y el compromiso moral, inherente a los deberes de su ‘sagrado ministerio’, obstruye la labor del Estado e incita a la desobediencia cívica, a propósito de una asignatura que lleva el inocuo nombre de Educación para la Ciudadanía. Por lo visto, la ciudadanía que propugna el Estado de derecho (aunque no de derecha) no es otra cosa que la legalización del libertinaje. Una vez más “con la Iglesia hemos topado”.
Sí: ha concluido la Transición. Navegamos en el mar proceloso de la Democracia y habrá que capear el temporal, como sea. Convendría, sin embargo, recordar a la oposición que todos vamos en el mismo barco. Y que estamos en el deber de velar por la seguridad de este barco, que es la seguridad de todos. Y pudiera ocurrir aquello que en un texto fragmentario dice Cicerón: hoc miror, hoc queror, quemquam hominem ita pessum dare aliquem velle ut etiam navem perforet in qua ipse naviget (esto me produce estupor, de esto me quejo: que haya alguien que quiera hundir a otro, hasta el extremo de perforar el barco en el que él mismo navega) La cita la hace Quintiliano, maestro español en Roma, en sus Instituciones oratorias (8.6.47.13)