jueves, julio 30, 2009

¿Se salvaría Cicerón?


Los seminaristas que cursábamos estudios hacia finales de la quinta década y comienzos de la sexta, del pasado siglo, estábamos muy imbuidos de la importancia de la salvación; del alma, por supuesto. Era como el negocio primordial de la vida, ya que, en definitiva, en él se concentraban nuestros principales intereses. Todo se resumía en la siguiente conclusión:


... pues, al fin de la jornada,


aquel que se salva, sabe;


y, el que no, no sabe nada.


Se daba por supuesto que fuera de la Iglesia no había prácticamente oportunidades de salvación y que éramos unos privilegiados en este sentido, pues nosotros, al pertenecer a la Iglesia, y muy especialmente a la élite de sus elegidos, estábamos en el buen camino: el que conectaba directamente con el Cielo.



En cambio, la cosa era bastante problemática para quienes pertenecían a otras religiones, o simplemente para quienes habían pertenecido al paganismo, o no habían tenido la oportunidad de conocer el cristianismo, históricamente posterior a ellos. Este era el caso de nuestros principales modelos y maestros de Latinidad, por ejemplo, Cicerón y Virgilio, sobre cuyos textos nos iniciábamos en la lengua de Roma, la que sería la lengua oficial de la Iglesia; por más que de aquellos modelos terminábamos indefectiblemente apartándonos, para acomodarnos al degradado latín eclesiástico, ya propincuo a esa degeneración del latín vulgar que llamamos ‘latín macarrónico’.


Pero volvamos al asunto de nuestros modelos y al peliagudo tema de la salvación. ¿Se salvaría, por ejemplo, Cicerón? Nuestro compañero Tomás Fernández Tamayo (que en gloria esté) ya apuntaba por entonces como un filósofo en ciernes. De hecho lo fue, tras ordenarse de sacerdote y licenciarse en Filosofía. Tamayo nos trajo una anécdota que no sabemos dónde la leería, o dónde la oyó, sobre los últimos momentos del orador y filósofo romano. Cuando los esbirros de Marco Antonio fueron enviados por él con la orden de cazar al tribuno y traerlo, vivo o muerto, éste huía en una litera porteada por sus servidores. Los perseguidores les dieron alcance y cuando el orador sacó la cabeza fuera de la litera (prominenti caput e lectica) se la seccionaron. Cicerón tuvo tiempo de encomendarse, inequívocamente, al verdadero Dios (el único que hay y que es, justamente, el Dios mismo de los cristianos) con estas palabras:


Causa causarum, miserere mei! (¡Causa de las causas, apiádate de mí!)


Y con esta mágica invocación no cabía duda de que Cicerón pudo haberse salvado. El serio inconveniente de haber sido pagano quedaba neutralizado por la atinada frase del filósofo, que acierta a encontrar la Verdad, aun fuera del dogma eclesiástico.


Del bendito Virgilio era de suponer que también habría conquistado la salvación desde el paganismo. Nada más con pensar que su égloga IV era un muy probable presagio del nacimiento de Cristo, hacía concebir esperanzas de que Dios lo tendría, con toda seguridad, en el seno de Abraham, por lo menos, donde se cree que estaban los destinados al Cielo, aun antes de darse la redención de Cristo. Allí aguardaban los justos el Santo Advenimiento.


El mundo pagano, en sus más excelsos representantes, se redimía así ante los ojos del ingenuo seminarista.


lunes, julio 27, 2009

PRIMERA LECTURA DEL VERANO


Hace poco saqué en préstamo de la Biblioteca Pública Municipal de Zafra la más reciente novela de Hidalgo Bayal, El espíritu áspero, editada por Tusquets. A poco tiempo de leerla (me propongo una segunda lectura, más detallada) he buscado alguna reseña de la misma y he encontrado una del profesor Senabre. Gracias a Senabre he podido alcanzar algunos rincones, para mí aún inexplorados, del libro. Porque para leer a Bayal es necesario tener bien despierta la atención, a fin de captar en lo posible los múltiples nexos y asociaciones lingüísticas (juegos de palabras, calambures, palíndromos y demás cuchufletas verbales a las que es aficionado el autor) Para disfrutar de las numerosas virguerías verbales hay que andar con el espíritu alerta y estar al loro de la vasta (con uve, por supuesto) vastísima cultura que hace suponer el conocimiento exhaustivo de los recursos expresivos del autor. Con el comentario de Senabre he caído en la cuenta de alguna de esas ‘diabluras’ verbales en que no había caído en su momento (uno es lento de entendederas) como, por ejemplo, lo del beatus ivre (que incluso tomé por errata, en principio, pensando en Horacio solamente y en su conocido beatus ille) Pero Senabre, perspicaz como él solo, me ha recordado que se trata de un cruce entre Horacio y Rimbaud, el autor de Le bateau ivre (El barco ebrio) De modo que el Beatus ivre vendría a ser una especie de contaminación y trastabillamiento jocoso de dos clichés literarios que tienen semejanza fonética.


El autor de El espíritu áspero es, más bien, un espíritu burlón, proclive a exprimir al máximo la potencialidad de las palabras. Como saben quienes han estudiado siquiera algunos rudimentos de griego, el espíritu áspero es un signo ortográfico en forma de coma al revés que, escrita sobre una vocal le confiere el sonido de la hache aspirada. El espíritu áspero hace posible el chiste verbal, también debido a nuestro autor, en el que uno de los personajes aconseja a otro “haz poesía, pero no odas”.


Seguir a Bayal en sus malabarismos verbales divierte y regocija. Pero la amenidad de Bayal admite diversos niveles de cultura. En los estratos más profundos habrá que echar mano de conocimientos lingüísticos más sofisticados, hasta del griego y del latín. Encontramos, por ejemplo, una cita en griego de un pasaje de Sófocles (de Edipo rey) que con la ayuda de los cibertextos he podido localizar. Y siguiendo la palabra matriz, en este caso el verbo ‘sigân’ (callar) se pueden encontrar pasajes, de este autor o de otros, en los que se refleja la conveniencia de callar, o de hablar, según los casos.


En fin, la lectura de El espíritu áspero resulta entretenida, divertida y gratificante. Esta es la primera obra que conozco del autor, pero me propongo leer otras suyas que aún no conozco. He venido, además, siguiendo su blog, gracias al nexo de José María Lama en “Las piedras del río”. Y, a propósito, ¿qué le pasa a nuestro José María Lama, que hace más de tres meses que su ‘río’ ha entrado en estiaje? ¿Habrá sopesado nuestro amigo las ventajas de callar?


Habrá que ponderar, con Sófocles, las respectivas ventajas de cada alternativa, frente a su opuesta, para optar con acierto entre el ‘sigân’, callar, o el ‘léguein’, hablar. De momento, Lama parece haber optado por el silencio. Sus razones tendrá.

jueves, julio 09, 2009

TRÍPTICO GASTRONÓMICO DEL VERANO EXTREMEÑO



1. Elogio del tomate

Dulces, jugosos, tersos, colorados,
obra maestra de la horticultura,
tomates de mi amada Extremadura,
nunca como se debe ponderados.

Deliciosos, ya crudos, ya guisados;
en puré, zumo, salsa o confitura;
bien se degusten solos en fritura
o se tomen en platos combinados.

Este jamón de huerta proletario
está entre mis manjares preferidos,
lo digo sin rubor y sin empacho.

Culminación del arte culinario,
transfusión de tomates escogidos
dando glóbulos rojos al gazpacho.



2. Alabanza del gazpacho

       …herbas contundit olentes
                                      (Virgilio)

¡Gloria al gazpacho, sangre del verano,
refrigerio de agrícolas labores
con el que reparaban sus sudores
los labriegos del campo virgiliano!

Clorótico en aquel tiempo lejano,
luego se teñiría de rubores,
cuando le dio el tomate sus colores
tras el descubrimiento americano.

Cuando Théstyl majaba en la cazuela
el ajo y el serpol, hierbas olientes,
según el verso del divino vate,

no sospechaba la gentil mozuela
que le faltaba, entre otros ingredientes,
el jugo incomparable del tomate.


3.Loa del melón y la sandía


Cabe la bella plaza porticada
que decoran heráldicos blasones
se apilan las sandías y melones
ofreciendo su pulpa almibarada.

La popular estampa va enmarcada
por un fondo de viejos caserones,
y los frutos evocan bodegones
dignos de murillesca pincelada.

Junto a los arcos de los soportales
donde ponen su nota colorista,
castizos de los pies a la cabeza;

parecen torreones medievales,
esperando el asalto del turista
que venga y se los lleve, pieza a pieza.



 

miércoles, julio 08, 2009

CUADERNOS ESCOLARES (I)












En una entrada anterior (“Ligero de equipaje”) hice mención a unas lecturas de la infancia realizadas en la escuela del Pozo de Arriba en Aceuchal. Después he recordado que en alguna parte guardaba yo dos viejos cuadernos escolares, cosa excepcional si consideramos que el maestro Don Juan Fraile recogía los cuadernos, una vez completas todas las páginas, y los guardaba para mostrarlos al inspector de Primaria en sus visitas periódicas.




En estos cuadernos he localizado, aunque incompletos, los relatos cuyos comienzos yo recordaba. Ninguno de los dos llega al final. El primero relataba un suceso acaecido en Gerona, con ocasión de una de las crecidas del río Oñar. Un niño había caído al río, al ceder una de las pasarelas de madera, y su madre gritaba pidiendo auxilio:


− ¡Mi hijo, mi hijo, salvad a mi hijo!


El otro relato era el de la riña de (efectivamente) Luis y Antonio, los dos ‘camaradas’ y ‘amiguitos’ que, ‘por fútiles pretextos’, riñeron una vez.


He escaneado por curiosidad las páginas correspondientes del cuaderno y las reproduzco aquí. Tienen la friolera de 66-67 años, poco más o menos.


El relato mejor conservado está en el cuaderno correspondiente al año 1942 (mis 9 años) Dice, transcrito:


Aceuchal 11 Noviembre (tachado) Diciembre 1942


Un Héroe
Si alguno de vosotros, queridos míos, ha visitado la inmortal Gerona, recordará que el curso del río Oñar la divide en dos partes: la ciudad propiamente dicha y el populoso barrio del Mercadal. No olvidará tampoco que la antigua ciudad y su barrio se comunican por un magnífico puente de piedra de silleria (sic) y por varias pasarelas o puentecillos de madera, a menudo en bastante mal estado de conservación. Esta circustancia (sic) fué (sic) causa quizas (sic) del hecho que me propongo contaros. Trascurria (sic) la última decena del mes de Diciembre. El tiempo era frio (sic), y, durante varios dias (sic), había llovido copiosamente. La corriente del Oñar era muy crecida, hasta [el] punto de amenazar una temida inundación. El puente de piedra y las pasarelas de que os he hablado se hallaban atestadas de persona (sic) de todo sexo y edades, que comentaban la rapida (sic) subida de las aguas. La curiosidad y el temor se pintaba en todos los semblantes. Los viejos, principalmente, que recordaban los estragos de pasadas inundaciones, se hallaban poseidos (sic) de verdadera intraquilidad (sic).


De momento un ¡¡ay!! Aterrador que no pudo ahogar el ruido de la corriente, heló la sangre de todos los corazones.

− ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡¡Salvad a mi hijo!!− gritó, desesperada, una mujer del pueblo que ocupaba casi el centro de la pasarela más cercana al puente de silleria (sic).Imposible deciros el espanto de la mutitud (sic).


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NOTA: Hacer clic en las páginas del cuaderno para ver imagen ampliada.