domingo, mayo 31, 2015

TÍA MARÍA EN EL RECUERDO

De mis tías paternas, es sin duda tía María la que ocupa más espacio en mi memoria, sobre todo en el recuerdo de mis tiempos de niñez. Ella fue la que me llevó por primera vez a apuntarme a la escuela pública. Comenzó por llevarme a la Panera (donde hoy está la Biblioteca "Mahizflor", en Aceuchal) y en la que el maestro que por aquellos tiempos hubo allí no quiso admitirme, no recuerdo ahora por qué razones, si las hubo. Como allí no tuve cabida, tía María me llevó a la del Pozo de arriba, regentada por el que sería mi primer maestro, Don Juan Fraile, o Don Juan El Calvo. Fue una suerte para mí que no me admitiera el maestro de la Panera (se llamaba Don Juan Ponce) pues con Don Juan Fraile me llevé bien y fui pronto alumno aventajado. Asistí a sus clases hasta finales del año 1945, en que comencé mi preparación para ingresar en el Seminario (1946)

Tía María y yo nos entendíamos bien. Hasta teníamos una lengua particular para entendernos, inventada por ella, que consistía en decir las palabras empezando por la última sílaba (así mi nombre era to-ni-Jua) Como conseguíamos hablar muy rápido nadie nos entendía. Entre las canciones que oía cantar a tía María recuerdo algunas que estaban de moda por aquella época, de mediados de los años 40. Una de esas canciones se titulaba "Rascayú" ( Rascayú, cuando mueras qué harás tú. Tú serás un cadáver nada más... ) La he buscado recientemente en Google y he recordado la música y la letra, pero especialmente el estribillo. Dicen que la letra era una presunta burla de Franco y que por eso la llegó a prohibir el Generalísimo... Yo era un niño por aquel tiempo y en mi mentalidad de muchacho no llegué a sospechar que la canción tuviera ninguna intención política. Pero bien pudiera ser que el tal 'Rascayú' se refiriera al Caudillo. El futuro 'zombi' que sería el por entonces amo de España. Sí, Franco podía ser el 'Rascayú' cuyo poder acabaría un día. Un 20 de noviembre de 1975. Ahora, en el Valle de los Caídos, este 'Rascayú' es, como el de la copla, "un cadáver nada más".

viernes, mayo 29, 2015

EN EL BAÚL DE LA MEMORIA



Si de algo puedo presumir (aunque no se debe presumir de nada) es de almacenar versos en mi memoria. Versos que en su momento me impactaron y quedaron ahí grabados por los restos. Entre esos versos recordados, algunos corresponden a lecturas infantiles; otros, más tardíos, a lecturas juveniles. He recordado entre estos últimos un soneto que se publicó en la segunda época de la revista Blanco y Negro, en el año 1959. Su autor José Mª Souvirón (falleció en 1973) El título del soneto era "Soneto con un terceto terminal de Quevedo". Yo lo recuerdo así:

Cuando llegue la hora señalada
en mi alto reloj de sol y viento
y corra por mis venas un lamento
que diga  "¡Ya concluimos la jornada!"

Cuando parezca que no queda nada
de tanto amor y tanto sufrimiento
y se haya dormido el pensamiento
junto a mi voz, tranquila y sepultada;

entonces, mi vibrar de aire encendido,
mi corazón de tanto ardor cansado
y mi carne, ganándole al olvido,

su cuerpo perderán, no su cuidado,
serán ceniza, mas tendrán sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.

De vez en cuando este soneto aflora a mi memoria. Hoy es uno de esos días y aprovecho para compartirlo con quien se asome, de cuando en cuando, a este blog.

jueves, mayo 07, 2015

CICERÓN SOBRE LAS GUERRAS CIVILES

La excelencia de Cicerón como abogado, como orador y como filósofo, creo que está fuera de toda duda. En cambio, su conducta como político presenta algunos aspectos que me parecen reprobables. Esta faceta del famoso orador romano es la que se nos muestra especialmente en su correspondencia epistolar con Bruto. Bruto fue, como se sabe, uno de los conjurados que asesinó a César, y al que éste dirigió aquel dolido reproche de “¡Tú también, hijo mío!” (Tu quoque, fili mi!) Una de las tres frases memorables que pronunció el mejor estratega de la Historia (las otras dos fueron alea iacta est (“la suerte está echada”) veni, vidi, vici (“llegué, vi, vencí”)


Cicerón odiaba a César por cuanto que éste acaparó el poder personal como dictador. Por eso se alegró del magnicidio, tal como se refleja en sus cartas a Bruto (23.4.4) y al amigo de ambos, Ático: nihil me delectat praeter Idus Martias (Ep. ad Att. 14.6.1.6) “nada me alegra más que las Idus de marzo”: el 15 de marzo del 44 a. C. fue la fecha del asesinato de César)


Comparando la actitud de Cicerón, en la guerra civil que siguió a la muerte de César, con la actitud de la derecha española durante la guerra civil del 36, vemos muchas afinidades entre la conducta que recomendaba Cicerón y la que adoptó el bando que resultaría vencedor de la guerra civil española: con el enemigo hay que ser intransigente en lo que respecta a perdonarles la vida.


En varios pasajes de las cartas a Bruto, el orador romano se opone a ejercer la clemencia para con los vencidos, tal como humanitariamente proponía aquél.  La postura de Cicerón fue la que aplicaron los del bando franquista en la guerra civil española. El presuntamente republicano Cicerón era un acérrimo derechista, intransigente con la idea de perdonar la vida al enemigo. Por eso me cae mal Cicerón en este sentido y me inclino por el republicanismo de izquierda que representaba Bruto, partidario de ejercer la clemencia con el enemigo vencido. Cicerón mostró en repetidas ocasiones su desacuerdo con él, a través de la correspondencia epistolar que ambos mantenían. He aquí algunos pasajes donde se muestra ese desacuerdo:


“Veo −escribe Cicerón− que te complaces en la benevolencia y que consideras ésta como la mayor recompensa. Está muy bien, por cierto, pero en otras circunstancias, en otros momentos, suele y debe haber lugar a la clemencia. Pero ahora, Bruto, ¿de qué se trata? Los propósitos de unos hombres necesitados, y sin nada que perder, amenazan a los templos de los dioses inmortales y ninguna otra cosa está en juego, en esta guerra, sino el que sigamos vivos o no. ¿A quiénes les perdonamos la vida y qué es lo que hacemos? ¿Nos estamos preocupando  por proteger a unos hombres que, en el caso de resultar vencedores, no dejarán de nosotros ni rastro?” (Ad Brut. 5.5.2)


En otro pasaje vuelve el orador a ocuparse del asunto en términos muy parecidos a los que acabamos de exponer: “escribes que sería preferible prohibir con más acritud las guerras civiles, antes que descargar nuestra ira con los vencidos. Discrepo de ti, Bruto, y no estoy de acuerdo con tu clemencia; pues si optamos por la clemencia, nunca faltarán las guerras civiles” (ibid. 8.2.4)


Esta idea de la inutilidad de la clemencia en casos de guerra civil es recurrente. Vuelve a reaparecer en otras misivas. He aquí otro ejemplo: “De tus cartas he sacado, con bastante frecuencia, la conclusión de que querrías que tu clemencia fuese objeto de elogio entre la gente a la que venciste. Creo que por lo regular actúas sabiamente, pero en lo que respecta a lo de pasar por alto el castigo que todo crimen requiere (esto es lo que se llama perdonar), aunque en las demás circunstancias sea cosa tolerable, en esta guerra lo considero pernicioso. No hubo nunca en nuestra república ninguna guerra civil de las que yo tengo memoria, en la que, fuese cual fuese la facción vencedora, subsistiese alguna forma de república tras esa victoria. Los que seamos vencedores en esta guerra* no sé qué clase de república tendremos. De lo que estoy seguro es que para los vencidos no habrá ninguna clase de república” (ibid. 23.10.11)


Ya el lector habrá podido adquirir el convencimiento de que los gestores y promotores de la guerra civil española del 36 fueron, a sabiendas o no, epígonos del abogado y político romano más célebre del siglo I a. de C. La victoria franquista convirtió la  res publica (‘la cosa pública’) en 'cosa nostra', es decir, en la propiedad de la facción vencedora. El pueblo fue masacrado de forma inmisericorde, inclemente, contundente. Pues, según conjeturaba el ilustre tribuno romano, de haber resultado vencedores los otros, hubieran procedido igualmente, sin clemencias ni miramientos con los vencidos: “¿De qué puede quejarse aquél que, en caso de haber sido él el vencedor, necesariamente habría de reconocer que hubiera sido incluso mucho más cruel conmigo?” (ibid.)


El abogado de la res publica como la ‘cosa nostra’ manipulada por el Senado, conocía al dedillo cuáles eran las más rigorosas penas decretadas por las leyes de quienes manejaban el tinglado: penas que incluso contemplaban la muerte de los hijos de quienes atentaran contra los intereses de esa república hecha a la medida de una clase pudiente.


Cicerón le recuerda a Bruto que esta clase de castigos pudiera, incluso, alcanzar a los sobrinos de éste, hijos de su hermana, casada con Lépido. Y Bruto, preocupado por esta advertencia, escribe a Cicerón: “Te ruego y te suplico, Cicerón, que tengas en cuenta la amistad que nos une y que, dando pruebas de tu benevolencia hacia mí, olvides que los hijos de mi hermana son hijos de Lépido y te hagas la cuenta de que yo he asumido el papel de padre para con ellos” (Ad Brut. 21.1)


En resumen, Cicerón pierde muchos puntos en mi apreciación, con esa postura política que le define dentro de la línea del totalitarismo que, veinte siglos después, habría de inspirar el franquismo.


Como político Cicerón me resulta, francamente, vituperable.
_____    
* ellos o nosotros 

lunes, mayo 04, 2015

El dios del Ripalda

Los catecúmenos de la religión católica recibíamos desde niños nuestras primeras enseñanzas en aquel compendio, tan divulgado, de la doctrina cristiana que fue el catecismo Ripalda.
Era un prontuario de reglas y normas, adaptado a la mentalidad infantil, para ser fácilmente entendido y asimilado por el neófito, un manual adaptado ad usum delphini, como se suele decir de aquellos tratados apropiados a la inteligencia pueril. Todo sencillo, elemental, sin complicaciones. Todo fácil y simple. Los preceptos se agrupaban en números precisos. El número clave solía ser el 7. Así, 7 eran los pecados capitales (ni uno más ni uno menos) y 7 las virtudes opuestas a ellos. Las obras de misericordia son (eran) 14, a saber, 7 espirituales y 7 corporales. En cuanto a las otras virtudes a tener en cuenta, también sumaban 7, pues había que contabilizar las llamadas teologales, que eran 3, a saber, fe, esperanza y caridad y las cardinales, que eran 4: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. 7 también era el número de los sacramentos de la Iglesia. En cuanto a los mandamientos de la Ley de Dios, son 10, pero, ojo, los 3 primeros referidos a Dios y los 7 restantes al prójimo, o sea, a nuestros semejantes. Claro que esos 10 mandamientos podían reducirse, o resumirse, en 2: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Decididamente el 7 era el número preferido por la doctrina cristiana.

Pero era en la definición de Dios en la que se reflejaba el modelo de la sociedad heril (amo/siervo) que regía para las cosas humanas. ¿Quién era (es) Dios para el neófito, o catecúmeno, de esta 'infantilizada' sociedad? Pues, por lo pronto, Dios es "un señor". Si se quiere, el Señor por antonomasia. Pero el comienzo de la definición arranca de una generalización de la palabra 'señor'. Claro que es 'un señor' muy especial, puesto que es "infinitamente bueno, sabio y poderoso, principio y fin de todas las cosas". Pero, en definitiva, "un señor" más, pese a su singularidad, que lo peralta sobre el resto de los señores. 

El concepto del  'dios' que nos ofrecía el Ripalda era un concepto pobre, paupérrimo, infantilizado y hasta caricaturesco, el concepto de Dios que se administraba a las mentalidades infantiles, a cuya hechura se adaptaba el popular catecismo.

La primera razón para justificar el agnosticismo y hasta el ateísmo práctico del adulto era el recuerdo de esa vieja definición ad usum delphini que comenzaba diciendo que Dios es "un señor".