viernes, diciembre 14, 2007

Limpiar el callejero

La remoción de algunas placas del antiguo callejero franquista para eliminar, en la medida de lo posible, los vestigios de la pasada dictadura, ha suscitado, como era de esperar, diversos comentarios, unos favorables y otros adversos a esa medida.
Por mi parte, si algún reparo tuviera que oponer a esa resolución, sería el de su tardanza en adoptarse. La renovación del callejero fue una de las más tempranas reivindicaciones que pusieron en práctica algunos ayuntamientos a raíz de haberse aprobado la Constitución de 1978. Hacia el año siguiente, o un poco después (pero, en todo caso, antes de 1981, año del “tejerazo”) publicó el periódico HOY un artículo mío con el título de “Los otros caídos”, que ahora reproduzco aquí íntegramente. No recuerdo la fecha exacta de su publicación porque no guardé el recorte, despechado como estaba por habérmelo publicado con cortes y omisiones.
Recientemente, con ocasión de haberse aprobado en el Parlamento la Ley de la Memoria Histórica (con el voto en contra del partido de la oposición) se ha vuelto a activar aquella vieja reivindicación y se han sustituido los nombres de algunas calles por otros, no de signo contrario sino, simplemente, distinto. Según la noticia insertada en el HOY con fecha 11 de los corrientes, en la capital cacereña se han sustituido los nombres de las calles siguientes: Coronel Yagüe por Ciriaco Benavente (no son tan clerófobos los socialistas como siempre nos los han pintado), Alféreces Provisionales por Hernán Cortés, Capitán Luna por Ceclavín, Queipo de Llano por Río Po (el Tajo estaba más cerca), División Azul por Tintoretto (yo hubiera preferido Rubén Darío, por lo de Azul...), 18 de Julio por Cayo Norbano Flaco (¿algún pretor de la antigua Norba?), Belchite por Zaragoza, Brunete por Calatayud y, finalmente, Santa María de la Cabeza por Huesca. Aquí la santa esposa de san Isidro pagó el pato no porque fuera santa ni, mucho menos, esposa del patrón de Madrid, sino porque el nombre, más que para glorificarla a ella, se dio a la calle para perpetuar la memoria de una “gloriosa” (como todas las suyas) gesta del ejército de Franco (lo mismo que en el caso de Brunete y Belchite)
En general, creo que las calles han salido ganando con el cambio. Personalmente opino que el obispo Ciriaco Benavente es, con mucho, mejor persona que el sanguinario coronel que ordenó la masacre de Badajoz y el resto de la provincia. Y no digamos Queipo, el general de “los bigotes de alambre”, que dijo Miguel Hernández. El nombre de Río Po sustituye, con ventaja, al de este mentiroso compulsivo al que aludo en mi escrito del HOY aquí reproducido. Aunque no fuese más que porque el Po, en la región de la Emilia, es el mítico Éridano, al que Virgilio llamara “el rey de los ríos” (G.1.482)

Aquí va, finalmente, el viejo artículo del HOY, de hace 26 ó 27 años.







Publicado en fechas pasadas mi escrito “Las otras viudas de la guerra civil”, me emplazaba a mí mismo para referirme, paritariamente, a “los otros caídos”. Los grandes silenciados del régimen anterior. El cual no sólo los hizo callar para siempre sino que, conculcando los sentimientos naturales de piedad de quienes éramos sus deudos y amigos, nos obligó a silenciarlos, a la vez que montaba su propia publicidad ostentosamente, con listas de caídos “por Dios y por la Patria”, y con actos y conmemoraciones oficiales en los que unos muertos eran gloriosamente exaltados y otros ignominiosamente silenciados. Al hablar de “las otras viudas” no podía silenciar, una vez más, a “los otros caídos”. Rota la conspiración de silencio en que estábamos forzosamente enrolados, quiero honrar a esos muertos; reclamar para ellos el homenaje que desde hace largo tiempo se merecen. A su tenaz recuerdo, a su simiente nacida, debemos la libertad que ahora renace.
No escribo para abrir heridas ni para avivar rescoldos. Haya perdón y haya amnistía. Aunque amnistía está relacionada significativamente con amnesia, que es olvido, y éste es precisamente el que nos impiden los mismos que mantienen en la actualidad -¡todavía!- en los muros de las iglesias las listas de los que cayeron “por Dios y por la Patria”. Frente a esta alharaca de muertos pregonados por el antiguo régimen –para cohonestar, quizás, inconfesablemente, los propios crímenes—los otros caídos ¿van a seguir indefinidamente silenciados ? Las paredes de las iglesias fueron exclusivamente para los “buenos”, aquellos que habían caído en la nueva “cruzada”.
La Historia ha marchitado los viejos tópicos, que han terminado por desprenderse, como hojas secas. Y esas listas en las paredes son un anacronismo residual que perpetúa, llamativamente, la arbitrariedad.
Algo semejante ocurre con el ya manido tema (aunque esté de actualidad) de los nombres de las calles. Es cierto, como recientemente apuntaba el periodista Martín Ferrand, que los alcaldes de la democracia no deben restringir su gestión a sólo esos aderezos de fachada, como sería cambiar los rótulos de calles y plazas. Mezquina interpretación de la democracia sería contentarse con desmantelar esos signos externos de la pasada dictadura. Aunque también es verdad que Extremadura, “saqueada”, necesita de unas reformas en profundidad que no es factible realizar desde las corporaciones locales, sean del color que sean.
Quede, pues, como uno de los proyectos realizables a nivel local este de la “limpieza” de las calles y plazas, infestadas con la patronimia ominosa de los militares rebeldes, devolviéndoles los nombres que el pueblo les puso.
Hay nombres (y no tengo por qué citar expresamente ninguno) que deben desaparecer lo antes posible del callejero democrático. Así el de cierto famoso charlatán, artífice de la faramalla, a quien ya relegara en vida el mismo dictador. ¡Pretendía hacerle sombra!
Creemos, por tanto, aconsejable que se retiren esos últimos residuos publicitarios del régimen. Y nadie, imparcialmente, podrá interpretar estas sugerencias como fruto del revanchismo. Por el contrario, son sólo un paso más en favor de superar la vieja dicotomía de vencedores y vencidos.
Por lo demás, la mejor ofrenda que podemos hacer a los caídos, sean del lado que sean, es la de nuestra reconciliación. Por encima de las divergencias partidistas tenemos unos intereses comunes inmediatos, como son la defensa de nuestra región y su engrandecimiento cultural y económico. Particularmente en este último aspecto todos tenemos el acuciante deber de arrimar el hombro, para impedir que nuestra querida Extremadura siga siendo “saqueada”.
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* Publicado en HOY, con enmiendas y omisiones por parte de la Redacción, en fecha que no puedo precisar, entre 1979 y 1981 (antes del 23-F)

domingo, diciembre 09, 2007

Transición, transacción, táctica

El tema de la transición, que recientemente se proponía a debate por los animadores culturales del Foro Zafrense, está, sin duda, abierto a ulteriores análisis que ayuden a entender mejor aquella etapa primera de nuestra andadura democrática. Aunque ya en aquella ocasión los organizadores procuraron dar cabida a la pluralidad de opiniones, no estaría demás reconsiderar la cuestión contrastando otros puntos de vista sobre el tema, de modo que podamos obtener una visión lo más objetiva posible del mismo. Es lo que se trata de intentar en las líneas que siguen.
La palabra ‘transición’ (relacionada con ‘tránsito’) se puede definir provisionalmente como “los pasos cautelosos que los españoles fuimos dando, al salir de la dictadura, para adaptarnos a la democracia”. La cautela (hija de la prudencia y, probablemente, del escarmiento) fue la que reguló la conducta de los españoles en esta coyuntura. Esa cautela fue común a tirios y troyanos, por más que el recelo que la inspiraba estaba más del lado de los vencidos que del de los vencedores. Por lo demás, unos y otros renunciaron, de entrada, a identificarse con sus viejas señas de identidad, derechas e izquierdas: optaron por camuflar sus respectivas procedencias en el llamado Centro Democrático. De entonces data la invención (o, tal vez, reinvención) de ese político comodín. El género neutro es, por esencia, lo que “no es ni lo uno ni lo otro”. La fuerza centrípeta cohesiva fue la característica más destacable de la transición.
Los políticos animaban a la ‘mayoría silenciosa’, hasta entonces callada, con el estimulante “habla, pueblo, habla”; por más que, inconfesablemente, los “hunos” desearan que los otros callaran ciertas cosillas, que se aplicase lo del “borrón y cuenta nueva” (aquí algunos graciosos sustituyeron lo de “borrón” por “Borbón”) y que “pelillos a la mar”. Por lo general, el personal estaba hasta el gorro del franquismo y, salvo chaladuras extremas, el deseo de cambio era casi unánime. Aun en las altas instancias de la jerarquía eclesiástica ese deseo de cambio era evidente, como lo demostró el ejemplo de Tarancón, lo que le granjeó al ilustre purpurado la inquina de los inmovilistas. “Cuatro gatos”, según la pintoresca expresión de Felipe González.
La que hasta entonces venía siendo “mayoría silenciosa” procedió con cautela, procurando no dar pasos en falso. Sabía que quienes detentaban el poder no iban a resignarlo así como así; de modo que se anduvo con pies de plomo a la hora de plantear reivindicaciones. Además, siendo la mayoría del centro ¿a quién iban a plantear esas reivindicaciones? No parecía tener mucho sentido planteárselas a sí mismos. Por otro lado, ya se había comprobado con qué disgusto había acogido la derecha reaccionaria la adopción de algunas medidas democráticas como, por ejemplo, la legalización del partido comunista. La involución amenazaba a la vuelta de la esquina; y hubo alguna que otra intentona de asonada antes de la más sonada del 23-F. No estaba el horno para bollos, ni para precipitar reivindicaciones: cada cosa a su tiempo.
Había, pues, que transigir y en este sentido la transición se asimiló a una transacción. El famoso tango titulado “Cambalache”, podría muy bien representar, avant la lettre, lo que después se llamaría, en el último cuarto del siglo XX, la transición. Esta consistió, en efecto, en una transacción acordada entre los herederos de los dos bandos que se enfrentaron en la guerra civil. En este sentido la transición se ha entendido como un “pacto entre caballeros”, lo que facilitó “el reciclaje a la democracia de las estructuras y élites del franquismo”. Y ello se explica porque “en ese momento, la derecha necesitaba legitimidad y la izquierda poder. Ambas consiguieron lo que buscaban”.
Según el historiador Francisco Espinosa, “los artífices de la transición sacrificaron la verdad y la justicia histórica en beneficio de sus intereses personales. Y lo más paradójico es que ese cierre en falso de la dictadura se ha presentado en numerosas ocasiones como un ejemplo modélico de reconciliación nacional” (F. Espinosa, El fenómeno revisionista en España: una tentativa de interpretación)
Bien, cabe objetar, sin embargo, que acaso fuera lo más sensato hacer lo que se hizo para afianzar la democracia.
Ahora, a más de treinta años de la muerte del dictador, volatilizado tras el 23-F el partido bisagra de la UCD, los herederos de los perdedores de la guerra civil han planteado, por fin, sus reivindicaciones. Una de ellas fue, en el año 2002, a 27 años de la muerte del dictador (20 de noviembre de 1975), la explícita condena de la dictadura (es decir, del franquismo) como antidemocrática y anticonstitucional por antonomasia. Se obtuvo el consenso en aquella memorable ocasión y fue un paso importante para la consolidación de la democracia; pero, desgraciadamente, después de aquella fecha la derecha ha dado marcha atrás en este sentido, con lo que ha vuelto a introducir un elemento de discordia que supone un retroceso en lo que hasta ahí había sido el proceso democrático. La brecha se ha agrandado a partir de la derrota en las urnas, el 14-M de 2004, del partido del PP. A partir de ahí se han ido deteriorando las cosas y la oposición se ha tornado cada vez más beligerante. Se ha casi institucionalizado la llamada “crispación”, atizada desde el frente radiofónico de la COPE.
Aquellas reivindicaciones que se aplazaron en la transición por parte de los perdedores de la guerra civil, en aras de otros asuntos prioritarios (y que se han planteado, por fin, de manera oficial en la llamada Ley de la Memoria Histórica) se ven vetadas por la oposición, que parece haber regresado a la antigua querencia franquista. Los herederos ideológicos de los que ganaron la guerra civil (“por goleada”, según la fanfarronada de un tardofranquista) se sienten molestos porque los familiares de los perdedores anden ahora exhumando fosas comunes y procurando las honras fúnebres que antes nunca tuvieron los “otros caídos”. Se incomodan por estas reivindicaciones y desahogos, que antes no pudieron llevarse a cabo, y hablan de “reabrir heridas” (serán las suyas, supongo, porque las de los otros aún no se habían cerrado)
Habría que recordarle a ese sujeto que dice que los “hunos” ganaron por goleada (recuerdo que Castelao tituló Atila en Galicia sus dibujos sobre la represión franquista en aquellas tierras) que, si ganaron por goleada, también se debió ésta a que practicaron el “juego sucio”. Es fácil ganar por goleada cuando se fusila a los rivales antes de salir al terreno de juego. Que eso fue lo que, en definitiva, hizo el franquismo.
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NOTA: Después de escrito este artículo para su inserción en mi blog “La materia del sueño”, se me ocurrió cruzar en Google los conceptos transición/ transacción. He quedado sorprendido de la cantidad de antecedentes que hay sobre el tema. Particularmente ha llamado mi atención el blog titulado SUPERSTICIONES, que firma Manuel Harazem, de Córdoba (España) La dirección del blog es
manuelharazem.blogspot.com/2007_06_17_archive.html-195k-





(Ver especialmente el artículo Memorias de la "Transacción": La Educación, (17 de junio 2007)

viernes, diciembre 07, 2007

DON JOSÉ GARCÍA




(Evocación)
Se han cumplido ya los cinco años desde la muerte de Don José García Fernández. Con ocasión de su óbito se publicaron algunas necrológicas, entre ellas una firmada por mí, en la sección de Cartas al Director de HOY. Se titulaba “Bien por Don José” y en ella resaltaba, entre otras cosas, la estimación pública de que gozaba el fallecido, manifestada en el hecho, verdaderamente inhabitual, de que a la salida del féretro de la catedral, tras el funeral de corpore insepulto, se le tributara un espontáneo aplauso por parte de quienes asistíamos al sepelio. Esa ovación espontánea era una prueba de la relativa popularidad de la que gozaba Don José, de su bien ganado prestigio como sacerdote ejemplar y, especialmente, como orador sagrado. La oratoria era una de sus dotes más sobresalientes, de la que él mismo conocía los efectos y el alcance. Y de la que, dentro de los límites de su modestia, se sentía razonablemente ufano. Su prédica hacía “tilín”, dejaba huella, a veces indeleble, en el ánimo de sus oyentes. Don José era uno de aquellos oradores dotados de la virtud persuasiva que los antiguos romanos llamaban “el tuétano de la persuasión” (suadae medulla) Estaba convencido de lo que decía y lograba transmitir esa convicción a los demás. Recuerdo sus célebres pláticas impactantes, entre ellas una (y han pasado más de cincuenta años desde entonces) en la que exhortaba a los seminaristas a aceptar, entre los riesgos que entrañaba su elección del sacerdocio, la posibilidad del martirio en aras de la fe. No recuerdo ahora que hiciera mención explícita a los sacerdotes y religiosos asesinados en la guerra civil del 36 (creo que no, porque su tacto espiritual no necesitaba de referentes a la historia reciente) pero sí recuerdo que aquella plática enardeció a muchos. Después de oirle, muchos hubiéramos estado dispuestos a morir gustosamente en defensa de la fe porque (y este era el Leitmotiv con el que remataba su discurso) “en la Iglesia de Cristo, los lirios del Señor se tienen que cubrir de sangre”.
¡La retórica de Don José! Sabía manejarla con acierto infalible, seguro de su impacto en los oyentes. Podía pronunciar un panegírico o una filípica de efectos contundentes. En cierta ocasión en que la disciplina se había relajado un poco, a consecuencia de una gripe que tuvo en jaque a medio Seminario, nos obsequió con una charla en plan rapapolvo que hizo ponerse firme al personal. Aquella vez comenzó su prédica con un saludo que preludiaba una severa amonestación:
─ ¡Señores filósofos y teólogos!
Nos tenía a su merced con aquel instrumento mágico de su labia. Y podía ponernos en trance de confesión. No era el director espiritual oficial, pero hubo una ocasión en que toda una comunidad, de uno en uno, pasó por su cuarto a sincerarse con él.
Solía adoctrinarnos muy persuasivamente acerca de las virtudes exigibles al verdadero seminarista, entre ellas, una especie de inmunidad constitutiva a las solicitaciones de la carne. “Los que tienen un temperamento demasiado…erótico no sirven para el sacerdocio”. Lo de “erótico” había que entenderlo, desde luego, en un muy preciso sentido de inclinación a la lascivia. La precisión se aclaraba con la aportación de un documento vaticano, en latín naturalmente, por el que se aquilataba la verdadera índole de ese erotismo. Era imprescindible que los aspirantes al sacerdocio no fueran libidinosos. Don José leía morosamente la palabra latina, silabeándola: “li-bi-di-no-si”. Al buen entendedor...
Y, sin embargo, no era exacto lo de la incompatibilidad entre erotismo y sacerdocio, por cuanto que toda la Mística era, esencialmente, una exaltación del erotismo. Ya existía el testimonio autorizado de San Buenaventura que, según George Bataille, decía que “en sus amorosos deliquios [los místicos] suelen mancharse con las efusiones del flujo carnal” (in spiritualibus affectionibus carnalis fluxus liquore maculantur) . Es, más o menos, lo que han puesto de manifiesto recientes versiones cinematográficas de la vida de Santa Teresa de Jesús. Los éxtasis iban acompañados de orgasmo.
Don José postulaba una castidad casi congénita en el seminarista. Los hechos se encargaban de desmentirlo, y ya se dio un oscuro suceso por aquellos años que llevó a la expulsión fulminante de varios seminaristas del Menor. Nunca supe muy bien qué hechos concretos motivaron aquella expulsión, pero supongo que se trató de algún caso de pederastia. Don José se refirió a los implicados con un despectivo: “unos cuantos mostrencos”.
Don José, un sacerdote memorable, fue distinguido por el Ayuntamiento de Zafra con el título honorífico de Hijo Predilecto
. Había nacido en Zafra, en 1913.