Los romanos adoptaron temporalmente, de manera provisional, las dictaduras como sistema de gobierno (dictaturae ad tempus sumebantur, dice el historiador Tácito, al comienzo de sus Annales, 1.1.2-3) Es decir, “las dictaduras se adoptaban temporalmente”, como una forma de superar situaciones en las que peligraba la estabilidad del estado democrático (Re publica) y correspondían, aproximadamente, a lo que hoy denominaríamos ‘estados de excepción’.
No ocurrió así con la dictadura nacida con la guerra civil española (1936-1939) cuya razón de ser se justificó por la necesidad de atajar el desorden y el caos que había traído la República. La facción conservadora trató de sacar partido de la situación, propalando la necesidad de una intervención militar que atajara los desmanes. Esa facción conservadora achacó los desórdenes al Frente Popular, triunfador en las elecciones de febrero de 1936. A partir de ese triunfo electoral, la derecha trató de recuperar el poder, a base de desprestigiar a la república como el imperio del caos y el desorden. España, con el triunfo del Frente Popular, se había convertido en “la casa de Tócame Roque”, donde era necesario poner orden, al precio que fuese. Se preconizaba la sublevación militar, que algunos consideraban necesaria para enderezar los asuntos internos del país. En realidad, lo que interesaba a la facción conservadora es que la situación política diese un vuelco a su favor. Interesaba presentar a la República como el reinado de la anarquía. Así a los adversarios de la República les favorecía el desorden, por aquello de ‘cuanto peor, mejor’. Y se difundía, entre tanto, el rumor de que el ejército debería intervenir, a fin de poner coto a estos desmanes.
Y la rebelión militar eclosionó, por fin, el 18 de julio de ese mismo año. Era el cambio de situación que la derecha estaba esperando. Con el salvoconducto de la guerra, los paramilitares de la Falange identificados con los intereses de la derecha, se hicieron dueños de la situación. Y dio comienzo la más sangrienta y arbitraria de las represiones. Fueron estos los inicios de una dictadura que se iba a convertir en vitalicia, sobre todo porque a los principales beneficiarios de la misma, el estamento eclesiástico y los terratenientes, no les interesaba modificar un statu quo que les favorecía. Si añadimos que la guerra los involucró en un ‘pacto de sangre’, habremos encontrado la clave de la larga duración de la dictadura. Así el régimen surgido del 18 de julio se consolidó y afianzó, con el beneplácito y aun la bendición de la jerarquía eclesiástica. Ya en 1937 el primado de España, cardenal Gomá y Tomás dio el nombre de Cruzada al levantamiento militar que desencadenó el mayor genocidio de la historia de España. Si el gobierno de la segunda república no supo, o no pudo, atajar ciertos desmanes y desórdenes (de una y otra parte) ante los que había que haber reaccionado con energía, el remedio aplicado por quienes pretendían corregir la situación fue mucho peor que la enfermedad. Porque el desorden que desató el golpe de Estado fue muy superior al que pretendía corregir. En realidad no corrigió, sino perpetuó, el desorden que la República trataba de corregir mediante una distribución más justa y racional de los medios de producción, en poder de los terratenientes principalmente. Lo que hizo fue aportar nuevos y más graves desórdenes. Recuerdo, a este propósito, unas palabras de Séneca el Mayor, padre del filósofo, y abuelo del poeta Lucano. Dice este Séneca en sus Controversias (2.6.4.22-24): “¿Quién, para atajar revueltas, subvirtió el Estado de derecho? No reprime los desmanes quien los provoca”. Se podía precisar: quien provoca nuevos y mayores desmanes.
El Alzamiento militar del 18 de julio fue el gran desmán contra el estado de derecho que era la República. Con él comenzó la subversión que dio al traste con la legitimidad institucional del estado de derecho, pues, como dijo el poeta Lucano, “se otorgó legalidad al crimen” (B.C., 1.2). Los paramilitares de la Falange (la derecha uniformada), en connivencia con los mandos militares sublevados, iniciaron la represión en la retaguardia, asesinando a mansalva a quienes consideraban bolcheviques, o rojos.
Esta es, a grandes trazos, la maniobra que arrebató el poder al pueblo y arruinó el proyecto democrático en España por más de cuarenta años. Porque, aunque desde 1936 a 1975, año de la muerte de Franco, van 39 años; la sombra de la dictadura es alargada, se prolonga, incluso, durante la llamada Transición. Este periodo comienza con la muerte del Caudillo, lo que no se sabe bien es cuándo termina. Se supone que la ‘transición’ es el proceso por el que se pasa de la dictadura a la democracia, y que esta democracia es la meta a la que se llega cuando concluye el proceso transicional. Pero, así como la larga duración de la Dictadura invalida la noción clásica de la misma (situación excepcional en tanto que se resuelve un problema de Estado, que se procura resolver en un periodo de tiempo relativamente corto), la larga duración de la presunta ‘transición’ la anula como tal, tratando de convertir en permanente una situación que, por definición, se considera transitoria. La Transición prolonga la sombra de la Dictadura, por cuanto que la derecha se niega a condenarla. Las generaciones más jóvenes presienten que esto que tenemos es una forma espuria de democracia y demandan una democracia real. No un sucedáneo o simulacro de la misma.
Los españoles, privados de libertades cívicas durante cuarenta años, tuvimos que adaptarnos paulatina y pacientemente a la futura democracia. El súbito encuentro con la luz, tras haber vivido tanto tiempo en el túnel de la dictadura, hubiera podido dañar nuestra visión. Y así aceptamos pacientemente, esperanzadamente, esa forma de democracia descafeinada que llamamos Transición. La Transición era la forma precavida, gradual, de aproximarnos a la democracia, de saborear la libertad, que es como un vino (uno de los nombres clásicos de Baco es Líber, es decir, Libre) El vino, si se toma en estado puro, puede causar embriaguez. Por eso Cicerón habla en su República de esa libertad a la que compara con el vino sin mezcla: nimis meracam libertatem, advirtiéndonos que puede acarrearnos no pocos inconvenientes. Los españoles renunciamos a esa libertad en estado puro y adoptamos la Transición (el vino rebajado, el 00, el sin) Un sucedáneo de la democracia. La Transición no avanza: es el consabido piétinement sur place, la rueda que patina sobre el barro.
Entre tanto, el franquismo trata de realojarse en la Historia, con el visto bueno de la RAH y su flamantísima edición del Diccionario Biográfico Español.
Cuando esperábamos oír, como acto final de la Transición, el anatema de la Dictadura, resulta que escuchamos el panegírico de la misma, entonado por quienes más obligados estaban a ser respetuosos con la verdad histórica.
Se nos quiere situar indefinidamente en la Transición, sin dar el paso definitivo, por una de las partes negociadoras, que nos situaría en la democracia: la condena de la dictadura con la anulación de los juicios que ésta llevó a cabo, carentes de toda legalidad. Sobre todo, la tipificación como delito de lo que en aquellos juicios falsarios se dio en llamar ‘auxilio a la rebelión’.Proyectando, con la mayor desfachatez, el delito propio sobre el adversario político. Y cuando el juez Garzón, a instancias de parte perjudicada, ha querido encausar los crímenes de esa dictadura, se le acusa de prevaricación y se le inhabilita como juez. Esa es la democracia que tenemos: una contrafigura de la democracia real. Ésta sería la auténtica Democracia con mayúscula, aunque sin adjetivos, como quiere doña Esperanza Aguirre.