Un reciente artículo publicado en El País (2007-26-06) por el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova, expone con claridad meridiana la alianza de intereses que se estableció, desde el inicio mismo del llamado Alzamiento Nacional, entre la jerarquía eclesiástica y la jerarquía militar, con la consiguiente demonización de la causa republicana, identificada con el ateísmo y la persecución religiosa. Esta alianza perseguía, como objetivo principal, la justificación del genocidio franquista, elevado al rango de “cruzada” por esa misma jerarquía religiosa. Ese fue el origen de la mentira fundamental sobre la que se basó todo el tinglado del Alzamiento: canonización de mártires del lado de los sublevados y damnatio memoriae (condena de la memoria) para los réprobos caídos del otro lado, identificando la causa política y la religiosa en un frente común que ungía de santidad ambas causas, de manera que, aun las víctimas civiles del bando que representaban los rebeldes eran “caídos por Dios” y, recíprocamente, las víctimas religiosas eran “caídos por España”. Y, unos y otros, por ambas causas. Primera apropiación indebida del patriotismo, por demás abusiva y falaz.
La “causa victrix”, la causa vencedora, comenzó a serlo por obra de la mentira, basada sobre todo en esa interesada confusión que, por un lado, identificaba la causa republicana (la que resultaría ser, a la postre, la “causa victa”, la causa de los vencidos) como responsable de la persecución religiosa, algo que fue siempre una circunstancia accesoria, es decir, no consustancial a la causa republicana. Fue la mentira interesada la que alimentó este mito, explotándolo a su favor, en descrédito de la república.
La mentira fue, desde luego, el arma de guerra más eficaz del franquismo, y su mejor exponente lo constituyeron las soflamas faramalleras de Queipo de Llano, pero también esas consignas y eslóganes, imbuidos de falsedad, como el repetido ‘ad nauseam’ de “Por Dios y por España”.
Mentira también y añagaza propia del régimen franquista, siempre con el beneplácito eclesiástico, fueron las listas amañadas de esos presuntos "caídos", que figuraron en su día en los muros de las iglesias de todos, o casi todos, los pueblos de la nación. Incluidos, desde luego, aquellos en los que no hubo ni un solo muerto de la parte del bando vencedor. Así ocurrió en mi pueblo y en tantos otros en los que no mataron a nadie de derechas. ¿Cómo se confeccionaron aquellas listas, de 15 ó 20 caídos por cada pueblo, unas personas que nadie, o casi nadie, conocía?
En mi pueblo, Aceuchal, pudo leerse durante algunos años, en el muro que da a la Cruz de los Caídos, la correspondiente lista: era la que pretendía borrar de la conciencia ciudadana la otra lista de caídos locales, esos que en el pueblo todos conocían, los muertos “sin honor y sin recuerdo” que diría el falangista (falso falangista) Foxá.
Y todavía pretenden que no siga adelante esa proyectada Ley de la Memoria Histórica. Una ley que muchos llevamos escrita (lo queramos o no) en el propio corazón.
La “causa victrix”, la causa vencedora, comenzó a serlo por obra de la mentira, basada sobre todo en esa interesada confusión que, por un lado, identificaba la causa republicana (la que resultaría ser, a la postre, la “causa victa”, la causa de los vencidos) como responsable de la persecución religiosa, algo que fue siempre una circunstancia accesoria, es decir, no consustancial a la causa republicana. Fue la mentira interesada la que alimentó este mito, explotándolo a su favor, en descrédito de la república.
La mentira fue, desde luego, el arma de guerra más eficaz del franquismo, y su mejor exponente lo constituyeron las soflamas faramalleras de Queipo de Llano, pero también esas consignas y eslóganes, imbuidos de falsedad, como el repetido ‘ad nauseam’ de “Por Dios y por España”.
Mentira también y añagaza propia del régimen franquista, siempre con el beneplácito eclesiástico, fueron las listas amañadas de esos presuntos "caídos", que figuraron en su día en los muros de las iglesias de todos, o casi todos, los pueblos de la nación. Incluidos, desde luego, aquellos en los que no hubo ni un solo muerto de la parte del bando vencedor. Así ocurrió en mi pueblo y en tantos otros en los que no mataron a nadie de derechas. ¿Cómo se confeccionaron aquellas listas, de 15 ó 20 caídos por cada pueblo, unas personas que nadie, o casi nadie, conocía?
En mi pueblo, Aceuchal, pudo leerse durante algunos años, en el muro que da a la Cruz de los Caídos, la correspondiente lista: era la que pretendía borrar de la conciencia ciudadana la otra lista de caídos locales, esos que en el pueblo todos conocían, los muertos “sin honor y sin recuerdo” que diría el falangista (falso falangista) Foxá.
Y todavía pretenden que no siga adelante esa proyectada Ley de la Memoria Histórica. Una ley que muchos llevamos escrita (lo queramos o no) en el propio corazón.