
He resuelto suprimir la segunda parte del escrito precedente, por improcedente. La autocrítica ha operado en forma de censura. Pues es el caso que me estaba sintiendo incómodo conmigo mismo, por el cariz irreverente, propio de ciertos monólogos cómicos de última hora, que había tomado mi meditación anterior.
El suceso que nos narra el evangelista Lucas (2.42-52) es susceptible de ser considerado en el doble plano de lo natural y lo sobrenatural o, si se prefiere, de lo humano y lo sobrehumano. La conducta del niño-Dios, Jesucristo, con sus padres naturales, vista desde el primero de estos planos nos parece desconsiderada, reprobable, y hasta merecedora de un severo correctivo por parte de los responsables de la protección y custodia del niño. La conducta de éste, por más que esté justificada desde el plano sobrenatural, resulta inaceptable mirada de tejas abajo. ¿Era necesario haberles dado ese disgusto mayúsculo a los pobres padres naturales?
Sin embargo, la reconvención de María, la madre, la humilde mesura con que expresa su sufrimiento en nombre de ella misma y del esposo, no puede ser más moderada y exenta de acritud:
– Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Tu padre y yo, afligidos, te hemos estado buscando.
Dolor paternal y reproche, manifestados con admirable mansedumbre y comedimiento.
La respuesta del niño-Dios, desde el plano de lo natural nos parece, a fuer de sobrehumana, poco humana:
– ¿Qué es eso de que me estabais buscando? ¿No sabíais que es conveniente que yo me ocupe de las cosas de mi Padre?
¿Deberían saberlo? Desde luego, María y José estaban en antecedentes de que tenían a su cargo a un ser extraordinario. Sólo tenían que recordar cómo habían sido informados, en su día, por los emisarios divinos: María, avisada por Gabriel, y José, prevenido por un sueño revelador, cuando se disponía a abandonar a María, luego que advirtiera su preñez, sabiendo que no la había causado él.
No había más remedio que resignarse. Por más que tener a todo un Dios en la familia no es algo a lo que uno pueda acostumbrarse así como así. De modo que tuvieron que pechar con su disgusto por el extravío del hijo en Jerusalén.
El evangelio nos dice, escuetamente, que María “guardaba todas estas cosas en su corazón”. Es decir, sufría y callaba. Es de suponer que el esposo compartía con ella el sufrimiento y el silencio.
Y no hay que comparar a Jehová con Zeus, ni a María con Alcumena y, por ende, a José con Anfitrión. Aunque, a riesgo de resultar irreverentes, nos haya tentado el paralelismo.
El suceso que nos narra el evangelista Lucas (2.42-52) es susceptible de ser considerado en el doble plano de lo natural y lo sobrenatural o, si se prefiere, de lo humano y lo sobrehumano. La conducta del niño-Dios, Jesucristo, con sus padres naturales, vista desde el primero de estos planos nos parece desconsiderada, reprobable, y hasta merecedora de un severo correctivo por parte de los responsables de la protección y custodia del niño. La conducta de éste, por más que esté justificada desde el plano sobrenatural, resulta inaceptable mirada de tejas abajo. ¿Era necesario haberles dado ese disgusto mayúsculo a los pobres padres naturales?
Sin embargo, la reconvención de María, la madre, la humilde mesura con que expresa su sufrimiento en nombre de ella misma y del esposo, no puede ser más moderada y exenta de acritud:
– Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Tu padre y yo, afligidos, te hemos estado buscando.
Dolor paternal y reproche, manifestados con admirable mansedumbre y comedimiento.
La respuesta del niño-Dios, desde el plano de lo natural nos parece, a fuer de sobrehumana, poco humana:
– ¿Qué es eso de que me estabais buscando? ¿No sabíais que es conveniente que yo me ocupe de las cosas de mi Padre?
¿Deberían saberlo? Desde luego, María y José estaban en antecedentes de que tenían a su cargo a un ser extraordinario. Sólo tenían que recordar cómo habían sido informados, en su día, por los emisarios divinos: María, avisada por Gabriel, y José, prevenido por un sueño revelador, cuando se disponía a abandonar a María, luego que advirtiera su preñez, sabiendo que no la había causado él.
No había más remedio que resignarse. Por más que tener a todo un Dios en la familia no es algo a lo que uno pueda acostumbrarse así como así. De modo que tuvieron que pechar con su disgusto por el extravío del hijo en Jerusalén.
El evangelio nos dice, escuetamente, que María “guardaba todas estas cosas en su corazón”. Es decir, sufría y callaba. Es de suponer que el esposo compartía con ella el sufrimiento y el silencio.
Y no hay que comparar a Jehová con Zeus, ni a María con Alcumena y, por ende, a José con Anfitrión. Aunque, a riesgo de resultar irreverentes, nos haya tentado el paralelismo.
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*Jesús entre los doctores, cuadro de Giotto.