
Los seminaristas que cursábamos estudios hacia finales de la quinta década y comienzos de la sexta, del pasado siglo, estábamos muy imbuidos de la importancia de la salvación; del alma, por supuesto. Era como el negocio primordial de la vida, ya que, en definitiva, en él se concentraban nuestros principales intereses. Todo se resumía en la siguiente conclusión:
... pues, al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe;
y, el que no, no sabe nada.
Se daba por supuesto que fuera de
En cambio, la cosa era bastante problemática para quienes pertenecían a otras religiones, o simplemente para quienes habían pertenecido al paganismo, o no habían tenido la oportunidad de conocer el cristianismo, históricamente posterior a ellos. Este era el caso de nuestros principales modelos y maestros de Latinidad, por ejemplo, Cicerón y Virgilio, sobre cuyos textos nos iniciábamos en la lengua de Roma, la que sería la lengua oficial de
Pero volvamos al asunto de nuestros modelos y al peliagudo tema de la salvación. ¿Se salvaría, por ejemplo, Cicerón? Nuestro compañero Tomás Fernández Tamayo (que en gloria esté) ya apuntaba por entonces como un filósofo en ciernes. De hecho lo fue, tras ordenarse de sacerdote y licenciarse en Filosofía. Tamayo nos trajo una anécdota que no sabemos dónde la leería, o dónde la oyó, sobre los últimos momentos del orador y filósofo romano. Cuando los esbirros de Marco Antonio fueron enviados por él con la orden de cazar al tribuno y traerlo, vivo o muerto, éste huía en una litera porteada por sus servidores. Los perseguidores les dieron alcance y cuando el orador sacó la cabeza fuera de la litera (prominenti caput e lectica) se la seccionaron. Cicerón tuvo tiempo de encomendarse, inequívocamente, al verdadero Dios (el único que hay y que es, justamente, el Dios mismo de los cristianos) con estas palabras:
−Causa causarum, miserere mei! (¡Causa de las causas, apiádate de mí!)
Y con esta mágica invocación no cabía duda de que Cicerón pudo haberse salvado. El serio inconveniente de haber sido pagano quedaba neutralizado por la atinada frase del filósofo, que acierta a encontrar
Del bendito Virgilio era de suponer que también habría conquistado la salvación desde el paganismo. Nada más con pensar que su égloga IV era un muy probable presagio del nacimiento de Cristo, hacía concebir esperanzas de que Dios lo tendría, con toda seguridad, en el seno de Abraham, por lo menos, donde se cree que estaban los destinados al Cielo, aun antes de darse la redención de Cristo. Allí aguardaban los justos el Santo Advenimiento.
El mundo pagano, en sus más excelsos representantes, se redimía así ante los ojos del ingenuo seminarista.