Mañana domingo, 1 de marzo, hará una semana que apareció en las páginas del suplemento literario del diario HOY (p. 6) la reseña, firmada por Manuel Pecellín, del libro de Miguel Sanz Vera, Tiempos de olvido imposible.
En este intervalo me ha llegado, por gentileza de un joven paisano de Aceuchal, a quien no tengo el gusto de conocer personalmente, un ejemplar de dicho libro. Detalle que, por descontado, le agradezco de todo corazón. Él es estudioso de la historia de Aceuchal y se interesa de manera especial por esa etapa de la misma sobre la que siempre se ha pasado de puntillas, para no despertar ni odios ni rencores dormidos. Estos han estado controlados por el Tiempo de silencio, para emplear el título de otra novela relacionada con esa etapa. Después ha ido despertando la “memoria histórica” y este libro, como otros tantos, viene a ser testimonio de ese despertar.
Yo no soy, en este caso, un lector imparcial. Formo parte del entramado de la obra, estoy ahí aunque no se me ve. Conozco a los personajes. He tratado a casi todos ellos, algunos identificados y otros no. Mejor así, tal vez. Conocí, por ejemplo, a la tata, o niñera, de los hermanos Sanz, uno de ellos el autor de este libro. (Por cierto, creo que se trata de Antoñina, que iba a coser a mi casa, junto con otras mozas de la calle Postrera. En el libro la llaman Toñina) Conocí a la madre del autor, Doña Fermina, a quien visité en Madrid por los años 70. Cuando supo de quién era yo hijo, se sinceró conmigo contándome las penalidades que tuvo que sufrir su marido, la paliza inmisericorde que le dieron los verdugos, dejándole todo el cuerpo en carne viva, y el remedio que le aplicó uno de los dos hermanos Delgado Mayoral, médicos de Aceuchal por aquellas fechas: remedio peor que la enfermedad y que no se le hubiera ocurrido ni al torturador más refinado: que empapasen una manta en alcohol y que envolviesen en ella al herido. Sin duda, con el loable propósito de que no se le infectasen las heridas.
He seguido leyendo hasta el encuentro con las personas, vivas aún, que se citan en el libro: David Muñoz, Juan Baquero y el entonces alcalde, Antonio María Guerrero Linares (que, según creo recordar, fue alumno mío entre los años 61 y 67 del siglo pasado, cuando yo estaba de maestro en La Panera, hoy Biblioteca Municipal “Mahizflor”)
En fin…el libro. Las declaraciones de Juan Baquero merecen un breve comentario que no quisiera pasar por alto. Asumiendo por su cuenta y riesgo la representatividad del sentir general de Aceuchal afirma:
− Aquí, en Aceuchal, todo el mundo apreciaba a Don Cándido.
Y, a renglón seguido,
− Aquí, en Aceuchal, se consideraba un privilegio ser amigo de Don Cándido y todo el mundo sintió su muerte como si se tratara de alguien de su familia.
He destacado, en cursiva, ese ‘todo el mundo’ que está en flagrante contradicción con los hechos reales, como bien observa, un poco más adelante, el autor del libro, que no tiene pinta de chuparse el dedo:
Tremendas palabras y nobles de intenciones. Pero lo cierto es que entonces no hubo nadie, entre quienes pudieron hacerlo, que alzara una voz en su favor” (pág. 24)
Otro de los halagos propinados por Juan Baquero al autor del libro requiere un comentario de mayor calado; algo que afecta a la salud democrática de la misma comunidad piporra. Y es la frase con que el entonces concejal (no estoy muy seguro si lo era entonces y si aún lo sigue siendo hoy) dijo al visitante, hijo del represaliado:
− El pueblo de Aceuchal está en deuda con los herederos de Don Cándido.
¿Sólo con los herederos de Don Cándido?
Aquí hay que sacar la cara por el pueblo de Aceuchal y corregir al informante, aprovechando la ocasión para rectificar sus palabras en el sentido siguiente:
El pueblo de Aceuchal está en deuda con todos los herederos (si no de bienes materiales, sí de bienes del espíritu) de todos aquellos que fueron represaliados por el río revuelto que propició la rebelión militar. Nunca, que yo sepa, se honró públicamente a esos muertos que, por cierto, lo fueron por la democracia. ¿Qué clase de democracia es ésta que no ha reconocido aún, pública y solemnemente, el mérito de aquel sacrificio?
Porque la República tuvo sus mártires, por más que nunca hayan sido canonizados, ni lo vayan a ser jamás.
___
(Ilustraciones: Portada del libro y dibujo de Castelao “Los mártires serán santos”)
En este intervalo me ha llegado, por gentileza de un joven paisano de Aceuchal, a quien no tengo el gusto de conocer personalmente, un ejemplar de dicho libro. Detalle que, por descontado, le agradezco de todo corazón. Él es estudioso de la historia de Aceuchal y se interesa de manera especial por esa etapa de la misma sobre la que siempre se ha pasado de puntillas, para no despertar ni odios ni rencores dormidos. Estos han estado controlados por el Tiempo de silencio, para emplear el título de otra novela relacionada con esa etapa. Después ha ido despertando la “memoria histórica” y este libro, como otros tantos, viene a ser testimonio de ese despertar.
Yo no soy, en este caso, un lector imparcial. Formo parte del entramado de la obra, estoy ahí aunque no se me ve. Conozco a los personajes. He tratado a casi todos ellos, algunos identificados y otros no. Mejor así, tal vez. Conocí, por ejemplo, a la tata, o niñera, de los hermanos Sanz, uno de ellos el autor de este libro. (Por cierto, creo que se trata de Antoñina, que iba a coser a mi casa, junto con otras mozas de la calle Postrera. En el libro la llaman Toñina) Conocí a la madre del autor, Doña Fermina, a quien visité en Madrid por los años 70. Cuando supo de quién era yo hijo, se sinceró conmigo contándome las penalidades que tuvo que sufrir su marido, la paliza inmisericorde que le dieron los verdugos, dejándole todo el cuerpo en carne viva, y el remedio que le aplicó uno de los dos hermanos Delgado Mayoral, médicos de Aceuchal por aquellas fechas: remedio peor que la enfermedad y que no se le hubiera ocurrido ni al torturador más refinado: que empapasen una manta en alcohol y que envolviesen en ella al herido. Sin duda, con el loable propósito de que no se le infectasen las heridas.
He seguido leyendo hasta el encuentro con las personas, vivas aún, que se citan en el libro: David Muñoz, Juan Baquero y el entonces alcalde, Antonio María Guerrero Linares (que, según creo recordar, fue alumno mío entre los años 61 y 67 del siglo pasado, cuando yo estaba de maestro en La Panera, hoy Biblioteca Municipal “Mahizflor”)
En fin…el libro. Las declaraciones de Juan Baquero merecen un breve comentario que no quisiera pasar por alto. Asumiendo por su cuenta y riesgo la representatividad del sentir general de Aceuchal afirma:
− Aquí, en Aceuchal, todo el mundo apreciaba a Don Cándido.
Y, a renglón seguido,
− Aquí, en Aceuchal, se consideraba un privilegio ser amigo de Don Cándido y todo el mundo sintió su muerte como si se tratara de alguien de su familia.
He destacado, en cursiva, ese ‘todo el mundo’ que está en flagrante contradicción con los hechos reales, como bien observa, un poco más adelante, el autor del libro, que no tiene pinta de chuparse el dedo:
Tremendas palabras y nobles de intenciones. Pero lo cierto es que entonces no hubo nadie, entre quienes pudieron hacerlo, que alzara una voz en su favor” (pág. 24)
Otro de los halagos propinados por Juan Baquero al autor del libro requiere un comentario de mayor calado; algo que afecta a la salud democrática de la misma comunidad piporra. Y es la frase con que el entonces concejal (no estoy muy seguro si lo era entonces y si aún lo sigue siendo hoy) dijo al visitante, hijo del represaliado:
− El pueblo de Aceuchal está en deuda con los herederos de Don Cándido.
¿Sólo con los herederos de Don Cándido?
Aquí hay que sacar la cara por el pueblo de Aceuchal y corregir al informante, aprovechando la ocasión para rectificar sus palabras en el sentido siguiente:
El pueblo de Aceuchal está en deuda con todos los herederos (si no de bienes materiales, sí de bienes del espíritu) de todos aquellos que fueron represaliados por el río revuelto que propició la rebelión militar. Nunca, que yo sepa, se honró públicamente a esos muertos que, por cierto, lo fueron por la democracia. ¿Qué clase de democracia es ésta que no ha reconocido aún, pública y solemnemente, el mérito de aquel sacrificio?
Porque la República tuvo sus mártires, por más que nunca hayan sido canonizados, ni lo vayan a ser jamás.
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(Ilustraciones: Portada del libro y dibujo de Castelao “Los mártires serán santos”)