* Alegoría del Jarama, en el monumento a Felipe IV
El río sacó fuera
el pecho y le habló de esta manera
(Fr. Luis de León, “Profecía del Tajo”)
Los ríos son el símbolo de la vida humana, según los conocidos versos de Manrique:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir.
Los ríos se parecen a los seres humanos en eso de nacer, transcurrir y, finalmente, morir. Esta afinidad entre ríos y personas es la que da lugar a personificarlos.
Entre los hábitos más primitivos del ser humano está el de divinizar las fuerzas de la Naturaleza (el viento, las nubes, el agua) considerándolos seres vivos. El respeto reverencial del hombre primitivo por la Naturaleza proviene de que ésta se consideraba animada, viva e inteligente, en sus manifestaciones. Es lo que el antropólogo Frazer llamó the worship of Nature, la adoración de la Naturaleza.
Esa visión de la Naturaleza como un ser vivo e inteligente se traduce en la figura literaria conocida como personificación, por la que los seres inanimados se equiparan a las personas humanas y se consideran capaces de entendernos cuando les dirigimos la palabra. En esto consiste la figura literaria llamada apóstrofe. Ésta supone (o entraña) la figura anterior.
Es recurso literario frecuente en poesía el dirigir la palabra a los seres inanimados, o a los seres animados irracionales. Bécquer apostrofa a las olas, al huracán y a las nubes; Horacio y Espronceda, al sol; Miguel Hernández al toro, etc.
Es frecuente en la poesía clásica la personificación de los ríos, pero también en la poesía moderna no es infrecuente esta figura, sobre todo, bajo la forma de apóstrofe. Así Gerardo Diego le habla al río Duero (“Río Duero, río Duero,/ nadie a acompañarte baja”), García Lorca, al Guadalquivir (“¡Ay, río de Sevilla, qué bien pareces!”) Si, para el primero, el Duero tiene “las barbas de plata”; para el segundo, “el río Guadalquivir tiene las barbas granate”. Algunos ríos tienen, incluso, nombre de personas, como nos recuerda Dámaso Alonso (“A un río le llamaban Carlos”) y hay otro que se llama como un torero: Manzanares.
Convencionalmente, los ríos se suelen caracterizar como personas mayores, frecuentemente como ancianos añosos, sin perjuicio de considerarlos capaces de pasiones propias de edades más juveniles. Podemos aventurar que si el adjetivo ‘viejo’ se les puede aplicar (se les aplica, de hecho, a muchos ríos) se trata de viejos que aún conservan mucho del vigor de la juventud. Algo así como lo que decía Virgilio del viejo Caronte, el infernal barquero del Averno:
Iam senior sed cruda deo viridisque senectus
(ya es viejo, pero en un dios la ancianidad es fresca y lozana)
Porque es el caso que, como veremos, también entre los ríos se da con frecuencia el tipo del “viejo verde”.
Como vimos en el caso de la personificación del viento*, en el romance lorquiano de “Preciosa y el aire”; también ocurre, con frecuencia, que esos ríos personificados suelen ser libidinosos, salaces o rijosos: salidos de madre. Hay toda una tradición literaria de ríos desbordados en lo tocante a la sexualidad y uno de ellos es el Tíber, el río de Roma, al que la mitología achaca una aventura amorosa con Ilia, o Rea Silvia, la madre de los gemelos Rómulo y Remo. Éstos nacieron del concúbito con Marte, siendo Rea Silvia una de las vestales. Por haber quebrantado el voto de virginidad obligatorio de las vestales, Ilia fue arrojada al río. Y éste aprovechó la oportunidad para desposarla. El caso es que la lascivia del río era tópica: de ‘uxorius’ (mujeriego) lo califica Horacio (C.1.2.20) y de ‘lubricus’ (rijoso) Ovidio (Am. 3.6.81) Éste último nos ha dejado una amplia lista de ríos enamoradizos (Am. 3.6) junto a los nombres de sus correspondientes amadas. Ellos son Ínaco, Janto, Alfeo, Peneo, Asopo, Aqueloo, Nilo, Enipeo…
Así que, en vista de que los ríos tienen un largo historial de aventuras amorosas, concluye Ovidio que “deberían ayudar a los jóvenes amantes, puesto que ellos, los ríos, sintieron en su propio ser qué cosa es el amor” (Am. 3.6. 23-24)
Pero veamos, también, algún ejemplo de esta condición erótica de los ríos referida al territorio español. Quienes éramos niños allá por la década de los años 40 del siglo pasado, recordamos todavía un cuplé que hizo furor en las emisiones radiofónicas de la época. La letra y la música se debían al famoso trío formado por los maestros Quintero, León y Quiroga, autores de casi todas las coplas que alcanzaron mayor éxito en los años de la posguerra. La canción se titulaba “No te mires en el río” y hablaba de un enamorado que tenía una novia y sentía celos porque ella, desde su ventana, se asomaba al río Guadalquivir, a quien el novio consideraba todo un rival (‘rival’ proviene del latín ‘rivus’, río) He aquí algunos fragmentos de aquella canción de moda:
¡Ay, ay, ay, ay, / no te mires en el río! / ¡Ay, ay, ay, ay, / que me haces padecer / porque tengo, niña, celos de él!
Los presentimientos del enamorado se cumplieron y ocurrió que:
Una noche de verano / cuando la luna asomaba / vino a buscarla su novio / y no estaba en la ventana. / Él la vio muerta en el río / y que el agua la llevaba./ ¡Ay, corazón, parecía una rosa! / ¡Ay, corazón, una rosa muy blanca! / ¡Ay, ay, ay, ay, / cómo se la lleva el río! / ¡Ay, ay, ay, ay, / lástima de mi querer! /¡Con razón tenía celos de él!
En fin, el tópico de la personificación de un río tiene numerosas manifestaciones en la poesía de todas las épocas. En ocasiones, esa personificación tiene carácter satírico. Este es el caso de cierta letrilla de Góngora (“¿Qué lleva el señor Esgueva? / Yo os diré lo que lleva”) El Esgueva es un afluente del Pisuerga, que a su vez lo es del Duero. Y por lo que puede colegirse de la sátira gongorina, llevaba toda clase de inmundicias. Sin duda, debía tratarse de uno de esos ríos-cloaca que tanto abundan, por desgracia, en nuestro tiempo. Góngora, con hábiles rodeos y circunloquios, da a entender que lo que lleva el señor Esgueva es pura mierda:
Lleva, no patos reales / ni otro pájaro marino, / sino el noble palomino / nacido en nobles pañales.
Ya sabemos todos lo que en el lenguaje popular significa ‘palomino’: “mancha de excrementos en la ropa interior”, según el diccionario de la Real Academia Española. Y es en este sentido en el que Miguel Hernández retoma el tema de la personificación de los ríos, empalmando, con gran sabiduría poética, con la tradición clásica y, en particular, con Góngora como modelo. En la octava XXXIX de Perito en lunas, nos habla el poeta de una lavandera que, debajo de un puente, lava en el río sábanas y ropa interior. Y cuando, sudorosa como un botijo, se da un chapuzón en el río, se le ven los pechos (“dos ínsulas afines”) entre el cañaveral (que es como la crin del río) y los propios cabellos de la bañista, enredados con las ovas del fondo:
Bajo el paso a nivel del río canta / y palomos no, menos, elimina / sobre la piedra de quejarse fina / en el agua de holanda batir tanta; / fina y cuando botija es toda cuanta / y de ovas, cual de cañas él, se crina, / al aire van dos ínsulas afines / entre ovas y entre cañas, bajo crines.
El río personificado tiene una crin de cañas, o carrizos. La lavandera canta mientras restriega la ropa contra la piedra de la pileta, alisada por el roce continuo de la ropa.
En este breve poema Miguel Hernández prueba, una vez más, su dominio de los recursos literarios: circunloquio (‘paso a nivel del río’=puente); ‘palomos no, menos’ (=palominos), circunloquio; ‘holanda’(=sábanas) metonimia; ‘de holanda batir tanta’ (hipérbaton); ‘botija’ (símil). Por su parte, el río se ‘crina’ con las cañas de la orilla (personificación); ‘dos ínsulas afines’ (metáfora, por pechos).
El tema de la personificación de los ríos será tratado próximamente por mí en un estudio más amplio que verá la luz en las próximas "Jornadas sobre el Humanismo" que convoca anualmente la Real Academia de las Letras y las Artes de Extremadura.
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